Sobre la liturgia del perdón

Columna de Opinión

Sobre la «liturgia del perdón» 

Gonzalo Herrera

 

La “liturgia del perdón” de Punta Peuco, en la que diez militares condenados por atroces violaciones a los derechos humanos habrían hecho saber su arrepentimiento, dista mucho de ser un acto espontáneo y destinado a reparar el daño infligido. A la vista de todo el país, ha dejado más bien la sensación de un show mediático, perfectamente diseñado en el ritmo con que se fue dando a conocer, en la expectación generada a través de los medios de comunicación respecto a sus alcances y, no en menor medida, en el carácter de los actores involucrados.

Cuando una solicitud de perdón no nace espontáneamente de sentimientos de arrepentimiento (e incluso de vergüenza por la autodegradación que ocasiona haber cometido actos crueles y aberrantes), deja de tener una de las cualidades esenciales de la búsqueda de perdón: la sinceridad del ofensor, que no espera beneficios adicionales a la obtención de indulgencia de parte del ofendido y a la reconciliación consigo mismo. Además de espontánea, la solicitud de perdón debiera ser oportuna —que ya no fue—  y ofrecer un mínimo de reparación a las víctimas, en este caso a sus deudos, como sería la entrega de antecedentes fidedignos respecto a cómo se perpetraron aquellos crímenes de tortura, muerte y desaparición forzada, de los lugares donde fueron depositados los restos y de los oficiales que estaban al mando de aquellas acciones de exterminio.

La operación “liturgia del perdón”, desde lo privado en que se llevó a cabo, parece no haber mostrado ninguna de estas características que permitirían percibir un cambio en la actitud soberbia, mantenida por años, de quienes han sido condenados por los tribunales de justicia. Hasta ahora, la mayoría, pese a lo abrumador de las pruebas, y del testimonio tanto de civiles, víctimas que lograron salvar su vida, como de militares victimarios que en algún momento decidieron colaborar, no reconoce su culpabilidad o, en caso de admitirla, se sienten eximidos de culpa por “haber actuado para salvar a la Patria”.

En el acto de Punta Peuco, cuatro condenados habrían pedido “un perdón sincero” según el sacerdote Mariano Puga, cura obrero que fuera torturado y exilado, verdadero baluarte de la iglesia católica comprometida con la defensa de los derechos humanos en dictadura. Agregó también que él no puede juzgar la sinceridad que había en esas personas, y que nadie allí pidió algún beneficio penitenciario. Lo concreto es que ninguno tampoco habló de mitigar el dolor de los que llevan decenios tras el paradero de un  ser querido (en algunos casos de varios), que considere la dignificación de las víctimas y de sus familiares, aportando datos para conocer el destino de los cuerpos.

Son muchas las dudas entonces que despiertan estas peticiones genéricas de perdón, sin un reconocimiento detallado del mal causado y sin llegar a personalizar al victimado. Porque el perdón tiene una dimensión interpersonal (el que mató a otro no le pide perdón a la sociedad, ni a una iglesia, sino al deudo o a la familia que se queda con el dolor) y no necesariamente surge del arrepentimiento.

De hecho, muchas veces pedir perdón no es más que un convencionalismo, como cuando alguien pasa a llevar a otra persona en la calle. El verdadero arrepentimiento surge entonces cuando el ofensor toma conciencia del otro (el que torturé no era un enemigo NN, sino un individuo con nombre y apellidos, con familia, con ideas, con sentimientos), o cuando siente compasión por la víctima, en el sentido del vocablo griego συμπάθεια: comprender y compartir el sufrimiento del otro.

Muchas más dudas, sin embargo, provoca la “espontaneidad” con que se realizara este acto. Tal como lo han manifestado dirigentes de diversas asociaciones de familiares de víctimas de la dictadura, la liturgia venía preparándose hace bastante tiempo por el sacerdote Fernando Montes, y estaría relacionada con una campaña montada por personas altamente influyentes del país, destinada a otorgar beneficios carcelarios a los presos condenados por delitos de lesa humanidad, especialmente a enfermos y ancianos.

La elección hace algunos meses del obispo castrense, general de brigada Santiago Silva Retamales como Presidente de la Conferencia Episcopal, puede haber contribuido a una acción más proactiva de la jerarquía católica hacia ese propósito, apoyado también por parlamentarios, no sólo de derecha, que han ejercido un lobby silencioso pero persistente hacia la presidenta Bachelet y, lo que es más insólito, por un sector dentro del mismo gobierno.

La fuerza que va tomando la idea en distintos sectores políticos se manifiesta en el hecho que ya han sido presentados tres proyectos de ley destinados al mismo objetivo: aminorar penas o excarcelar, permitiendo el cumplimiento de presidio domiciliario. El ministro Jaime Campos, en una entrevista al diario El Mercurio, catalogó el tema como de “máxima importancia” y calificó de falta de coraje (probablemente un mensaje dirigido a la misma presidenta) el no haberlo abordado antes. Una sensibilidad hacia criminales despiadados del ministro de Justicia que bien la desearían para ellos los niños y jóvenes del Sename.

No debemos olvidar que los crímenes contra la humanidad, que son aquellos por los cuales estos individuos fueron condenados, son imprescriptibles e inamnistiables, además de tener jurisdicción universal, de acuerdo a los convenios internacionales suscritos por Chile. Esto no responde a un revanchismo, producto de la pasión política, sino que es el resultado de largos análisis de jurisconsultos de numerosos países, que establecieron que los crímenes más odiosos para la conciencia civilizada de la humanidad son la tortura, la ejecución de opositores políticos e ideológicos, y la desaparición forzada de personas.

Queda más que claro que hay un sector importante de la élite de este país que desearía “dar vuelta la página” en el tema de los derechos humanos. Un asunto incómodo cuando se quiere presentar la imagen de un país moderno, cuando se intentan abrir nuevos mercados. Cuando empezábamos a reconciliarnos con la justicia chilena, cuando vemos a jueces jóvenes luchando contra los poderes fácticos para poner coto a la corrupción, aun corriendo el riesgo de “ser sancionados” por sus superiores, no resulta positivo para la alicaída moral del país ver que se vuelven a cerrar los grandes poderes en torno a intereses particulares, tan abyectos como es la impunidad de los crímenes de derechos humanos. Lamentable resulta recordar que al máximo violador de los derechos humanos del país, Augusto Pinochet, nadie se atrevió a investigarlo sino cuando, después de una oscura negociación entre el gobierno de Chile, EE UU y Gran Bretaña, se le repatriara poniendo fin a su detención en Londres.

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