Gonzalo Puente Ojea

Columna de Opinión – Homenaje

El Laicismo: Principio indisociable de la democracia

Gonzalo Puente Ojea

Fuente: www.lainsignia.org

No me parece adecuado afirmar que el laicismo es simplemente una «praxis de la igualdad», pero que no es ni una filosofía, ni una doctrina, ni una moral social, como escribe Michel Morineau en el libroLaicidad 2000. Ciertamente, el sistema de ideas que define el laicismo no puede asimilarse a una fe ni a una ideología, -si con este vocablo se significa, en sentido marxiano, la cobertura intelectual de intereses particulares frente al interés general, pero es mucho más que una «práctica». Podría aceptarse que designa una «praxis» si ésta se entiende como en si misma inclusiva de dos dimensiones íntimamente asociadas, a saber: a) una concepción o interpretación teórica de la realidad social; b) la plasmación fáctica de esa vertiente teorética en la vida colectiva de un entorno determinado. Sin esta segunda dimensión, toda práctica social resultaría ciega, no-significativa.

Si admitimos, como luego se verá, que el laicismo es un principio indisociable de un sistema político verdaderamente democrático, resulta sorprendente que multitud de gentes, y a veces muy cultivadas, ignoren realmente su esencia y sus consecuencias. Esta ignorancia, o bien su ausencia en el sistema jurídico que debiera incorporarlo inequívocamente, revela la regresión intelectual que sufren hoy los políticos y los legisladores que a toda hora se llenan la boca -en este aspecto y en otros no menos graves- con la palabrademocracia.

El principio laicista postula, en cuanto señal y cifra de la modernidad como hito histórico irreversible del autoconocimiento y la autoliberación del ser humano, la protección de la conciencia libre del individuo y de su privacidad, desalojando radicalmente de la res publica toda pretensión de instaurar en ella un régimen normativo privilegiado en favor de cualquier fe religiosa que aspire a «institucionalizarse» en forma de ente público al servicio de alguna supuesta revelación sagrada o mandato divino.

El laicismo, como sector relevante de un sistema de ideas, se fundamenta en una ontología, en una filosofía y en una antropología específica, que permiten desterrar esa confusa amalgama retórica de lexemas como libertad, igualdad, equidad, etc., sin el menor rigor terminológico. Resulta inexplicable que sea reiteradamente omitida o silenciada la brillante contribución del filósofo suizo Alexandre Vinet para una sólida fundamentación del pensamiento laicista que nos ofrece su Essai sur la manifestation des convictions (1839). Sólo encontré una brevísima referencia a él en la entrada dedicada al francés Auguste Sabatier (1839-1901) en el Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora, en su cuarta edición. Y al leerla surge de nuevo mi sorpresa al ver que no figura, entre las obras de Vinet que menciona, su precioso Essai, sin duda la de mayor valor para la filosofía política en general y el laicismo en particular. Debo mi conocimiento de este ensayo a la lectura del importante libro del jesuita Joseph Lecler,L’Éclise et la souveraineté de l’Etat (París, 1944), que supo valorar la lógica implacable del helvético, aunque no compartiera algunas de sus premisas.

Vinet nos brinda un riguroso asiento teórico del laicismo como elemento necesario para la legitimación del sistema democrático de libertades. Su esquema conceptual es tan lúcido como consistente, aun reducido a este enjuto núcleo: la sociedad como tal no puede tener religión. «Si la sociedad tiene una religión -escribe Vinet-, es que tiene conciencia, ¿cómo prevalecerá la conciencia del individuo contra la de la sociedad? Sólo con su conciencia se enfrenta el hombre a la sociedad (…) Es imposible oponer soberanía a soberanía, omnipotencia a omnipotencia, imposible suponer que de todas las conciencias individuales y diversas resultaría una conciencia social (…) No, si la sociedad tiene una conciencia, lo es a condición de que el individuo no la tenga, y ya que la conciencia es la sede de la religión, si la sociedad es religiosa, el individuo no lo es». Como quiera que es incuestionable que solamente el ser humano como individuo psicofísico, la persona física, posee el atributo óntico de la conciencia y la autoconciencia, sólo él puede ser religioso o profesar una fe. Este sencillo teorema laicista de Vinet está saturado de consecuencias teóricas y prácticas.

A quienes hemos sido educados en la tradición católica, la argumentación diáfana de Vinet nos confronta repentinamente con una evidencia tan insoslayable como inesperada, porque en nuestro repertorio conceptual básico figura, como algo incuestionable, la idea de una Iglesia como sociedad sacramental de fieles a través del bautismo, sociedad que nos integra en creencias recibidas de ella en cuanto sujeto pasivo de una revelación sagrada que instituye un capital carismático (Anstaltsgnade) que administra e interpreta con la nota de su infabilidad, que los creyentes deben asumir como garantía de salvación.

En la proclamación prepascual, la ekklesía aún no era más que una asamblea escatológica de individuos expectantes ante la inminencia del Reino. En la proclamación postpascual, la asamblea es ya una comunidad santificada, la ekklesía toñ Theoñ, el pueblo de Dios, la «raza elegida» según 1 Pedro 2.9-10. Será Pablo de Tarso quien construya el pueblo (laos) de Dios como soma tou Xristou (1 Cor 12.12; Efes 1.22-23). El sentido de este corpus mysticum cristiano, al margen de su espiritualidad o su referencia metafísica, de hecho corporaliza y sociologiza la asamblea de fieles, empujándola hacia formas cada vez más reificadas de conciencia, e instalando en los creyentes la noción de la existencia de una conciencia colectiva que los funde en las prácticas de un ritual común. Pese a los esfuerzos teológicos para alegorizar y suavizar el crudo organicismo y sociologismo que laten en la eclesiología católica, en ésta se presiente la fenomenología religiosa de E. Durkheim y su sistematización de las representaciones colectivas, y la psicología del inconsciente colectivo de C. Jung.

Frente a la ominosa tradición católica y a los desarrollos organicistas de los totalitarismos de nuestro tiempo, es urgente, en aras de la libertad, afirmar con energía que sólo existe un ser dotado de conciencia, y ese ser es el individuo humano. Al no existir ni mente colectiva, ni conciencia societaria, sólo el portador singular y único de una mente puede poseer conciencia y albergar en la intimidad de ese fuero interno sentimientos y convicciones de orden religioso, es decir, relaciones con supuestas instancias de carácter sobrenatural.

Así, sólo el individuo es, en último término, sujeto de derechos, y cualesquiera otros titulares de derechos lo son en cuanto imputables a los individuos. Es en el ámbito de la privacidad donde se configura la personalidad moral y jurídica del ser humano. La sociedad como tal no puede pensar, ni tener conciencia, ni poseer derechos en virtud de su propio estatuto ontológico colectivo. Sólo metafóricamente, y como reunión de individuos, es posible atribuir personalidad jurídica a las asociaciones, empleando al efecto una fictio mentis, y específicamente, en cuanto sujetos de derechos, una fictio iuris. Son «personas» exclusivamente per analogiam, pues los individuos que las constituyen son los únicos entes «imputables» y protagonistas del sistema jurídico. Como las sociedades no pueden tener religión alguna, tampoco pueden tener institucionalización alguna como unidad funcionalmente religiosa en la res publica. Perteneciendo ontológicamente la religiosidad al ámbito de lo privado, los poderes públicos en general, y a su cabeza el Estado, o en su caso la comunidad internacional, carecen ex naturadel atributo de la religiosidad, así como de cualquier tipo de convicciones que habiten el espacio de la conciencia. Es ésta la premisa fundadora del laicismo.

Escribe Lecler -aunque a fin de combatirlo- «para el liberalismo, la religión es un asunto privado, individual». Este axioma del laicismo tiene su inmediato corolario en la pluma del mismo Lecler: «Una Iglesia no es una institución pública, sino una simple asociación de creyentes. No puede, pues, hacerse de ella una sociedad perfecta, concurrente y rival de las potencias temporales (…) Simple agrupación de conciencias religiosas, no depende en nada del poder civil; sólo le pedirá que le deje vivir, solamente con las condiciones requeridas para el mantenimiento del orden público». Como cualquier otra asociación de individuos, de ciudadanos: desde una asociación de ateos hasta una asociación literaria, científica, espiritista, deportiva… En el espacio público es preciso practicar, como regla usual, un relativismo metodológico como premisa de la tolerancia de quien admite que otro pueda tener razón, aunque en el fuero recóndito de su conciencia tenga la convicción de estar en posesión de la verdad. Por lo demás, el creyente tiene el pleno derecho a difundir su peculiar verdad. Pero sin reclamar privilegio alguno para su actividad proselitista en el plano convivencial de la privacidad. y sin invadir el ámbito de lo público.

El concepto de un Estado laico no admite ni la práctica de persecuciones políticas o administrativas contra iglesia o asociación civil alguna que se someta a las normas del Derecho civil común, pero tampoco consiente la concesión de mercedes o privilegios. Concluyendo su comentario al teorema laicista de Vinet, señala Lecler enfáticamente que un estado auténticamente laico «no conoce a las Iglesias más que para tutelarlas, lo mismo que a otras asociaciones privadas, según las reglas del derecho común». Las religiones no pueden ser entes de Derecho público.

La Iglesia católica, que siempre ha sido y es el más recalcitrante adversario del laicismo y que se presenta de modo arrogante como una societas perfectay superior a los Estados por la suprema misión de extenderse hasta el último rincón de la tierra para predicar la Verdad absoluta y definitiva que le fue revelada en el proceso de la Heilgeschichte(historia de la salvación), se ha ido amoldando a los aires de la modernidad, renunciando frecuentemente a la idea de Estado católico, pero solamente in verbo, nuncain pectore, y aprovechando siempre la ocasión que pudiera surgir. Ha tenido que aceptar, por siguiente, un régimen de separación del Estado, pero procurando que esta «separación» no sea absoluta y estricta, sino solamente relativa y limitada.

Lo que la teología católica formula como un régimen de cooperación armoniosa entre un poder público de orden espiritual (Iglesia) y un poder público de orden temporal (Estado), mas con una cierta preeminencia moral de la Iglesia en materias que afecten a los fines espirituales del ser humano. La mencionada «cooperación armoniosa» alcanza en Estados de fuerte tradición católica niveles y matizaciones diversos. En España puede decirse que actualmente impera una cuasiconfesionalidad, un criptoconfesionalismo o una confesionalidad de facto. En todo caso, una manifiesta violación de la estricta separación de la religión y la política, según exige el laicismo genuino. En mis libros Elogio del ateísmo(1995),Ateísmo y religiosidad(1997) y Opus minus(2002) hay un amplio desarrollo y compleción de lo tratado en este artículo, en el cual me veo obligado a omitir el tema capital de la enseñanza y la escuela en un sistema laicista.

La vigorosa tradición romántica alemana -aún muy presente hoy en diversas formas- ha privilegiado el término cultura, identidad cultural, en cuanto indicativo del substrato espiritual y comunitario de un pueblo (Volksgeist), tendencia que en el cesarista Oswald Spengler alcanzó un momentum álgido en contraposición al término civilización en cuanto abstracción universalista de la vertiente racional, científica y tecnológica de la sociedad occidental en progreso hacia metas fáusticas. La convivencia civilizada de los ciudadanos encuentra su origen etimológico y semántico en la forma política de la civitas con su entorno ecuménico, superadora de los pueblos bárbaros, o arcaizantes y patriarcalistas, o simplemente regresivos.

El laicismo entraña por su ideario una vocación universalista, racionalista y civilizadora; y, por todo ello, postula el movimiento comprometido con la profundización y expansión de los derechos humanos en un contexto de un universalismo civilizatorio con los seres humanos en tanto que individuos como principales protagonistas de la historia. La igualdad y la libertad que reclama el laicismo es el desarrollo integral y autónomo de la conciencia libre como valor supremo del proceso de humanización y civilización de los ciudadanos.

Estos valores no sólo imponen una elaboración teórica, sino también una estrategia. En la Antigüedad tardía, el limes imperial funcionó a la vez como barrera y como filtro para la lenta romanización de pueblos primitivos guiados inicialmente por el deseo del botín y del pillaje, pero que acabaron por aportar un fresco impulso vital de afirmación libertaria del individuo a una sociedad esclerótica y decadente. En nuestra actual coyuntura de mundialización civilizadora, es necesaria la acompasada contribución a lo que Arnold Toynbee llamaba el «proletariado externo», que mediante su explotación despiadada permite la continuidad de la acumulación capitalista con una alta tasa de plusvalía en favor del Primer Mundo.

Los pueblos marginados deben ser incorporados generosamente y sin pausas a la civilización, pero con la mirada alerta contra los riesgos que comportan para todos los ambiguos estereotipos de sociedades multiétnicas, culturas autóctonas, etc., que pueden ser -y ya lo son en algunos lugares- los vehículos de implantación de comunitarismos regresivos, frecuentemente de raíz religiosa, que ya comienzan a erosionar los principios laicistas de sociedades avanzadas, o bien a consolidar el incesante trabajo de demolición de estos principios por parte de lo que cabe calificar expresivamente comointernacional de las religiones, y en vanguardia, los monoteísmos del Libro.

Todos los pueblos tienen derecho a fomentar su identidad en el plano de la privacidad, como lo postula el laicismo, y también el derecho de promover su independencia soberana frente a los colonialismos externos e internos, y a lograrla por la confrontación en el espacio público. Pero su último y primordial objetivo debe ser la emancipación y autonomía del individuo en el marco del laicismo como sistema de validez universal. Es este el momento de declarar mi rechazo de fórmulas engañosas y manipuladoras, de las que representa un arquetipo la bautizada como laicidad abierta, que equivale a otorgar un estatuto privilegiado de pluralidad a todas las religiones.

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