Científicos en la calle

Columna de Opinión

 

Científicos en las calles

Sebastián Jans

 

Nuestra imaginación nos propone  habitualmente que un científico es un señor o señora que está en una habitación, entre probetas, matraces y microscopios, o ante una pizarra escrita con cientos de fórmulas, o frente a una ventana con la mirada perdida en algún punto indefinible. Una imagen más actual lo representa entre sofisticados equipos, con una tabla de anotaciones entre manos.

Nadie se imagina a un científico caminando por la calle o yendo a comprar al supermercado. Su lugar natural, para el imaginario colectivo, está en espacios de investigación, desentrañando los misterios de la naturaleza y convirtiéndolos en instrumentos para bien de los hombres y de la humanidad. Desde esos lugares construyen afirmaciones y advertencias, resuelven problemas y cambian el destino de las personas, generalmente para bien del esclarecimiento y el beneficio humano. No estando en su propósito final de sus investigaciones, ayudan a determinar la verdad y permiten a muchos acceder a la felicidad.

La labor de los científicos ha permitido incluso cambiar el curso del conocimiento respecto de muchas de las comprensiones humanas, han derrumbado mitos y han redireccionado el curso de la Humanidad, sin ninguna pretensión al respecto.

Ciertamente, la imaginación del cine o de la televisión muchas veces nos presenta a científicos obsesionados por el poder y planeando arbitrios sobre el destino humano, lo cual nunca se compadece con la labor sencilla y metódica, imaginativa y entusiasta, que hacen los hombres de ciencia, muchas veces con la única posibilidad de publicar un artículo que da cuenta de su trabajo, en alguna revista científica o una publicación de alguna universidad.

 

Sin pretenderlo, su trabajo ha sido muchas veces confrontado con las creencias. La capacidad del pensamiento científico de horadar el ámbito natural de las creencias de las personas y de los grupos de interés que las creencias institucionalizan, los vuelve peligrosos y muchas veces objeto de la descalificación.

Por cierto, el conocimiento y la comprobación científica no siempre son bienvenidos cuando las creencias están en un ambiente donde se define la cuestión del poder. Ningún científico está en la perspectiva del poder. Distrae sus propósitos. Sin embargo, dependen del poder – económico, político o académico – para financiar gran parte de sus experimentos, sobre todo aquellos que abordan los desafíos más trascendentes para la especie humana. Las creencias, en cambio, de la legitimidad a la hegemonía, necesitan ser parte del poder.

De ese modo, los cambios en el poder pueden ser desastrosos para la ciencia, en la medida que aumente la influencia de las creencias. En sentido contrario, la pérdida de poder de las creencias siempre dará paso a un ambiente propicio para la  ciencia.

Los recientes resultados políticos en Estados Unidos, y que tienen relación con los procesos europeos, en la que el tradicionalismo moral y religioso adquiere poder político, dan noticias para la ciencia que no han sido buenas. El gobierno de Trump ha señalado su desprecio al trabajo de los científicos, sobre todo en referencia a las investigaciones en torno al cambio climático. Promover cautelas y políticas medioambientales no va de la mano de resultados prontos para la restauración de una industria en declive. A ello se suma que dentro de las filas de sus incondicionales, hay quienes creen que es innecesario gastar esfuerzos, ya que estamos en el fin de los tiempos anunciados por la Biblia.

Así, los científicos de EE.UU. llamaron a la movilización para el próximo 22 de abril, Día de la Tierra, para protestar contra las políticas de Trump, desencadenando una adhesión que se replicará simultáneamente en diferentes lugares del mundo.

Chile no está exento de esa adhesión. Una convocatoria de 29 organizaciones representativas del trabajo científico en el país, ha llamado a unirse a la Marcha por la Ciencia, que se efectuará el mismo día 22 de abril. Lo hacen los científicos chilenos convocando a todos los que creen que la investigación científica es clave para una transformación cultural de la sociedad chilena y su mejor porvenir.

Demás está decir que los esfuerzos por la ciencia en el Estado chileno llaman a las lágrimas, y no precisamente de emoción. Lo propio se le puede imputar a los grandes poseedores de la riqueza nacional, que son incapaces de pensar más allá de sus creencias.

Será extraño ver a los científicos marchando por las calles, y no en sus discretos y habitualmente silenciosos lugares naturales de trabajo. Ello es consecuencia de los tiempos que vivimos, donde, una vez más, el esclarecimiento de la ciencia debe enfrentarse con el oscurantismo de determinadas concepciones, que, por intereses hegemónicos, apuestan por la mantención de las antiguas afirmaciones que no desean ser puestas al trasluz de la mirada escrutadora que hace el hombre de ciencia.

La convocatoria de los científicos se da en el marco de las incapacidades de un Estado chileno que sigue en deuda con el trabajo científico, y con la perspectiva de futuro que este representa, para que Chile venda algo más que cobre y frutas, producto del aporte de sus científicos que trabajan en distintas líneas de investigación, algunas de trascendencia internacional.

 

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