Woody Allen y los libros prohibidos

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Garrocho2Por Diego S. Garrocho Salcedo

Nunca me gustó Woody Allen. Supongo que comencé a ver sus películas demasiado pronto y que mi juicio como espectador siempre voló por debajo del radar de sus referencias culturales. En el fondo puede que me siga pasando lo mismo y por mucho que quiera siempre estaré más cerca del Manzanares que de Central Park. Como él mismo dice en las memorias que acaban de publicarse, creo que algunas de sus cintas son entretenidas pero ninguna de ellas habría bastado para fundar una nueva religión.

 

En condiciones normales nunca habría comprado un libro suyo. Mi amigo David Mejía, woodyallenero casi talmúdico, me regaló cuando ambos éramos estudiantes de Filosofía Cómo acabar de una vez por todas con la cultura. No entendí nada y lo único que recuerdo es que al título, escrito en versalitas, le faltaba una tilde. Todo mal desde el principio, pensé. En cualquier caso terminé el libro para responder a la cortesía del presente y supongo que concluí que nunca volvería a coger un libro de este tipo. Hasta ahora.

El pasado jueves se publicó A propósito de nada, la autobiografía de Woody Allen que el Grupo Hachette, desde su oficina de Manhattan, decidió no publicar por extrañas convicciones. Estados Unidos es el país más racista que conozco y probablemente una de las sociedades más hipócritas que existen. Es también un país al que admiro y quiero y en ciudades como Boston o Nueva York he vivido alguno de los capítulos más felices de mi vida. Curiosa contradicción: en la tierra de la tolerancia y la libertad, en el año 2020, se han negado a publicar las memorias de un judío que se dedica a hacer películas. No me digan que no es motivo para salir corriendo a por el libro.

El motivo por el que uno de los grupos editoriales más poderosos del planeta decidió no publicar esta autobiografía probablemente lo conozcan todos: Dylan, hija de Mia Farrow y adoptada por el propio cineasta, acusó a Woody Allen de haber abusado sexualmente de ella sin que ningún juez haya dado verosimilitud a su testimonio. Desconozco por entero los matices que rodean al caso y, de hecho, por mi oficio, estoy habituado a leer a autores que resultan tan geniales como groseramente inmorales. Me gustaría protegerme en la distancia y señalar que, llegado el caso, acabaría por darme igual, cosa que es cierta, pero como persona crecida en una democracia liberal y al amparo de una constitución garantista tiendo a pensar que los jueces suelen llevar razón. Supongo que para algunos debo ser un ingenuo incurable.

En cualquier caso, en estos días siento un extraño orgullo por ser europeo. Mientras que una sociedad puritana como la estadounidense tiende a generar un espectáculo público con sus tabúes y sacrificios populares, la vieja Europa tiene tantos crímenes a sus espaldas que hace falta mucho más que una acusación particular para escandalizarnos. En Francia, incluso, todavía quedan intelectuales capaces de soltar un exabrupto de vez en cuando para que no se duerma el personal. Tiempo habrá para dejarnos contagiar por la histeria acusatoria, pero concédame que en algunas cosas les seguimos ganando la partida a los gringos: en nuestras universidades los profesores seguimos siendo moderadamente libres y Alianza Editorial es capaz de publicar el texto de Allen sin que le tiemble el pulso. Bravo.

Lo más sorprendente de todo es que este libro de Woody Allen conseguirá hacerme recorrer el camino inverso al que previsiblemente realizarán la mayoría de sus lectores. Si los amantes del cine de Allen han convertido este libro en un best seller inmediato, para muchos esta biografía será una excusa para visitar sus películas. Es mi caso. Yo sé muy poco de cine pero sí he leído algunos libros y créanme, este se parece mucho a los libros excelentes. Desde sus primeros compases, la astuta lucidez de Allan Stewart Konigsberg convierte cada página un derroche de sensibilidad, belleza e ironía, tres ingredientes habituales en la mejor literatura.

La hipótesis del libro, en el fondo, fue siempre un caballo ganador. Si has nacido en Nueva York en la década de los 30 y has alcanzado el nuevo siglo es muy probable que tengas muchas cosas que contar. Si además has sido un cineasta de éxito y por tu biografía se han cruzado Shirley MacLaine, Norman Mailer, Nina Simone o John Cassavetes, el éxito, a menos que seas muy torpe, está garantizado. Pero si también le sumas, como es el caso, que este tipo escribe maravillosamente bien y que el texto es una síncopa constante de anécdotas tragicómicas insertas en un escenario que ha conformado el imaginario cultural de varias generaciones, lo que tienes entre las manos es algo más que un buen libro.

El juicio crítico, como saben, irá por barrios. A algunos les gustará el texto y habrá fanáticos que echen de menos una mayor atención a determinados capítulos de su biografía. No faltará quien se contente con amplificar el ruido de las páginas más polémicas que, por cierto, no son tantas. Más allá de su valor literario yo les invitaría a comprarlo. Podrá gustarles Woody Allen o no, pero lo que nadie podrá arrebatarles es la emoción de estar comprando un libro proscrito desde su origen.

De niño oí a mis padres narrar las calamitosas aventuras que sufrían para hacerse con los libros prohibidos. Mi madre me contaba, con una sonrisa amarga y no exenta de dolor, cómo de niña tuvo que confesarse por leer algunos libros de Unamuno que estaban en el Index librorum prohibitorum. En los años de la lucha antifranquista era mi padre quien traficaba con libros políticos a los que trucaban las cubiertas para no meterse en líos. Cuando los escuchaba de chaval siempre admiré su valentía y lamenté, como buen inconsciente, no haber vivido en tiempos tan trepidantes como aquellos. Mi contexto democrático, tolerante y plural dejaba poco espacio para la épica libresca y creo que lo más arriesgado que hice de adolescente fue leer a escondidas Las edades de Lulú. Qué vida más triste.

Pero quién me lo iba a decir. En el fondo creo que debemos estar agradecidos a todas las hordas acusadoras que han querido censurar el libro de Woody Allen. Bueno o malo, guste o no, a algunos nos ha regalado una experiencia que la historia nos había usurpado hasta la fecha. No habíamos nacido para vivirlo pero el integrismo moral de algunas mentes nos ha brindado la añorada oportunidad. Estos días por fin pude sentir la feliz sensación y la adrenalina lectora de quien sabe que está leyendo unas páginas contra las que algunas personas han gritado muy fuerte, unas páginas que, si hubieran podido, habrían secuestrado.

Tengo claro que este riesgo se parece muy poco al que vivieron y todavía hoy viven muchas personas en algunos contextos de verdadera persecución. Pero también estoy muy seguro de que para que esas escenas terribles se mantengan lejos de nuestras ciudades y de nuestros contextos culturales, comprar los libros proscritos constituye casi un gesto de militancia. Si no es este de Woody Allen inténtelo con otro pero allí donde vean que un mensaje, una voz o una idea que intenta censurarse, regálenle su tiempo, su atención y, si pueden, su dinero. Comprar y leer libros prohibidos es algo más que un gesto de rebeldía cultural y política. Se trata de un acto de responsabilidad civil.

Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid.

Publicado en  EL MUNDO      26 de mayo de 2020

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