Comunidad y Capitalismo: una concepción filosófica

Daniel.Michelow

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Por Daniel Michelow

Si, como punto de partida, estamos de acuerdo que la miseria y la violencia son dos fenómenos que afectan la integridad de la existencia humana, entonces deberemos hacernos cargo de meditar la incómoda naturaleza de eso que llamamos capitalismo. No se quiere decir con esto que miseria y violencia surjan solo una vez que el capitalismo se instalara como campo de posibilidad de la existencia humana. Esto sería una aseveración sin ninguna perspectiva histórica. Miseria y violencia han existido siempre y con mucha probabilidad seguirán existiendo en cuanto el ser humano habite la tierra. La necesidad de la presente meditación guarda más bien relación con el tono que ambos fenómenos adquieren en el capitalismo.

 

Ante todo, es necesario aclarar que miseria y pobreza no son fenómenos idénticos. La pobreza ha existido en variadas formas desde el origen de la civilizacion, incluso ha adquirido en ciertos ámbitos religiosos la connotación de un camino para la recuperación de un sí-mismo disperso: el ascetismo. Miseria es, por el contrario, un proceso colectivo de disgregación y pérdida, no solo material, sino que, por sobre todo, de lo humano, o como diría W. Benjamin, pérdida de “pedazos de la herencia de la humanidad” (Experiencia y pobreza). La miseria es, en estos términos, un proceso histórico en el que se empequeñece la paleta de posibilidades en que lo humano puede desplegarse. La violencia, por otra parte, que puede ser comprendida, cuando está confinada a esferas limitadas de la vida humana, incluso como un pulso creador (Nietzsche), se transforma en esta humanidad disminuida en la única moneda de cambio válida para la totalidad de la existencia sin distinción, inhibiendo así toda instancia en que el encuentro a través del diálogo pudiese tener lugar.

La adaptación, reproducción y fortalecimiento de lo violento y miserable en el capitalismo adquiere sentido en la medida en que este se fija como su fin principal la dominación de todo lo ente –así también de lo humano–, reduciéndolo a la pura dimensión de su aprovechamiento a través de un incesante proceso de fragmentación (destrucción, reconfiguración y reproducción).

Este proceso no es uno que tenga su impulso en el superficial nivel de lo social o cultural y en este sentido no está sujeto tampoco al poder de influencia y limitación de dichos ámbitos. El capitalismo es la forma concreta que adquiere la visión histórica que tiene de sí mismo lo humano. A esta visión le llamaremos en este contexto comunidad. La miseria y violencia del capitalismo juegan un rol clave para el tipo de dominación descrita: la primera atenta contra la disposición hacia sí mismo y, por tanto, contra la posibilidad de una existencia humana individual íntegra, y la segunda sofoca cualquier atisbo de aparición de la comunidad, esto es, en último término, de una visión histórica de mundo distinta a la disponible e imperante.

Desde esta perspectiva se debe comprender la miseria y violencia como momentos estructurales del capitalismo (como forma concreta de la existencia histórica) y no como ciertas características superficiales e incómodas, que puedan o no estar presentes, de acuerdo con la calidad de la ejecución de este (como sistema económico y social).

Se podrá anteponer a esta idea que, efectivamente, en ciertos territorios se ha impuesto el capitalismo de modo exitoso. Vale decir, junto con Max Weber, que los territorios donde impera un capitalismo imperfecto son precisamente aquellos en que la “racionalidad” tiende a la falla. Esto equivale a decir que, si todos los territorios estuviesen determinados por éticas racionales, la pobreza y la miseria desaparecerían. El caso parece ser distinto a lo planteado por Weber: el que sea posible observar capitalismos exitosos –precisamente como ejemplo Alemania– tiene más bien que ver con el fenómeno que aquí llamaremos descentralización de la presión. Los territorios en los que se ha dado de modo suficientemente refinado el sistema capitalista son aquellos que logran desplazar o, más bien, alejar de su centro territorial la miseria y la violencia. Un primer paso del proceso de descentralización de la presión –o desarrollo intermedio– es el restringir estos fenómenos a los extramuros de la ciudad, a su periferia. Un segundo paso –o desarrollo elevado–, como en los países exitosos, es exportar la miseria y la violencia a territorios extraestatales. En este sentido, el Wohlstand alemán, para seguir en el mismo ejemplo, solo es posible si ciertos estados de África o Asia (con los que se mantienen relaciones de capital) continúan siendo territorios de absoluta presión que no han comenzado el proceso de externalización. Chile es, por otra parte, un excelente ejemplo de territorio de desarrollo intermedio, pues ha logrado liberar ciertas geografías internas de la presión, por una parte, relegando la miseria y violencia a comunas populares (donde por ejemplo se hayan las clases migrantes), zonas de sacrificio, etc. Y, por otra parte, en la medida en que ha logrado exportar una parte de dicha presión interna a territorios extranjeros. No es coincidencia que nuestro producto de exportación por excelencia a nuestros vecinos directos sea el retail, que es un modelo de negocios basado evidentemente en la reproducción de miseria. Nuestro ascenso a la primera categoría se dará solo cuando logremos endilgarle de modo decisivo a los países que nos rodean toda la presión interna que produce el flujo de los capitales. Pero la presión misma no está destinada a desaparecer. Como comentario al margen, será necesario decir que la pandemia que nos ha sobrevenido no hace más que catalizar, al menos por un tiempo, los caracteres imperantes de cada capitalismo regional: en algunos países lucirá una mayor refinación cultural y en otros la peor bajeza humana, pero el flujo total de la presión no se verá en lo más mínimo afectado.

El capitalismo es la forma concreta de la existencia histórica. En él se ha dado forma a la informe visión de las posibilidades humanas que se abren cuando la comunidad tiene lugar. No es una forma opcional por la cual el ser humano, entendido como una naturaleza independiente de sus formas concretas –una esencia–, pueda entonces decidirse o no. No es un sistema en el cual somos, más bien, es lo que somos. Sobre este ámbito de cosas, vale decir, sobre este tipo de formas histórico-existenciales, tiene su poder el pensamiento filosófico. Pero para ello ha de ser entonces necesaria una filosofía que tenga como fin la preparación anticipatoria de una nueva visión de las posibilidades que han de abrirse y, también, de las que han de cerrarse y perderse. Esto es, la preparación de la aparición de la comunidad oculta.

Dos características esenciales parecen posibilitar un pensamiento tal: primero, convertirse en una filosofía que se centre en la crisis, esto es, en los raros momentos en que la forma concreta y la nueva visión histórica parecen desfasarse. En esa grieta debe anidar una filosofía de la comunidad. En segundo lugar, esta filosofía debe ser profundamente anticapitalista, esto es, descubrir en sí misma, aislar y eliminar el impulso fragmentador que caracteriza las formas que se han descrito. Una indicación sobre aquello contra lo que se debe operar parece hayarse en el hecho de que la filosofía se ha considerado a sí misma tradicionalmente como una forma eminente de la verdad, que busca revalidarse o imponerse sobre otras formas que serían menores o derivadas, como la verdad científica, religiosa o artística. La filosofía de la comunidad debe, por el contrario, transformarse y renunciar al afan de imperar como una verdad en sí misma, para oficiar como el puro nexo activo sobre el que se reconstruya la futura unidad de la verdad de los ámbitos del ente mencionados. Esto, por supuesto, si se pretende hacer frente a la marcha incesante de lo empequeñecedor.  

Daniel Michelow es Licenciado en Filosofía, Universidad de Chile; Doctor en Filosofía, Universidad de Heidelberg.  Profesor Instructor en la P. Universidad Católica.

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