Miénteme (con muchos números) y dime que me quieres

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Félix Ovejero Lucas

Las predicciones resultan complicadas. Pero nosotros nos resistimos a aceptarlo. Uno de los premios Nobel de Economía más indiscutidos, Kenneth Arrow, ilustraba esas dos circunstancias con su experiencia como meteorólogo durante la Segunda Guerra Mundial, cuando quiso convencer a sus superiores de la inutilidad de sus informes: «Los estadísticos que había entre nosotros verificaron las previsiones y descubrieron que no diferían del azar». Los propios encargados de preparar los pronósticos estaban convencidos de tal extremo y pidieron que dejaran de hacerse. La respuesta decía aproximadamente lo siguiente: «El general en jefe es consciente de la inutilidad de las previsiones meteorológicas. Sin embargo, las necesita por motivos de planificación».

 

Pues eso. Aunque alguna vez los modelos aciertan (en 2012 el biólogo evolutivo y matemático Peter Turchin anticipó el estallido de ahora mismo en Estados Unidos), en las actuaciones prácticas no hay manera de atinar. Pero tenemos necesidad de hacer como si pudiéramos atinar. Sobre lo primero, sobre las dificultades en la actuación hay poco que decir. A lo sumo, se puede dibujar la cartografía de las decisiones. De eso sabemos bastante. En teoría de la decisión se distingue entre escenarios de certidumbre, incertidumbre y riesgo. En el primer caso, cuando conocemos el resultado de nuestra elección, como ante el menú de un restaurante, es sencillo: ordenamos según prioridades y escogemos. Sucederá lo que queramos. Pero eso pasa poco, si pasa. Muchas veces, incluso si tenemos claras las alternativas, los resultados de los distintos cursos de acción, no tenemos ni idea de si unas son más probables que otras y vamos a tientas. En otras, en situaciones de riesgo, podemos asignar probabilidades a las distintas opciones y, mal que bien, guiar nuestras acciones con alguna fiabilidad, con la fiabilidad que nos garantice la calidad de las probabilidades, que ese es otro cantar.

Las intervenciones pueden complicarse cuando, en lugar de enfrentarnos a la naturaleza, a un mundo paramétrico independiente de nuestras acciones, estamos ante otros agentes que, según nuestro comportamiento, modificarán el suyo. De todos modos, por sí mismo, eso no es un problema para la previsión. La teoría de juegos es de mucha ayuda en esos casos. Si esos agentes son racionales, no pocas veces podemos anticipar el resultado. Por eso conducimos confiadamente por nuestra derecha. Y, también, por eso podemos anticipar que es difícil que acabemos todos con mascarillas quirúrgicas, esas que protegen a todos menos a su portador. Basta un egoísta para impedir el equilibrio. La teoría social seria, asumiendo elementales dosis de racionalidad en los actores, es capaz de hacer inteligibles –y hasta de predecir– muchos comportamientos sociales. Si quieren disfrutar con previsiones basadas en la racionalidad, sigan las historias de Robert H. Frank en The Economic Naturalist.

Con todo, en intervenciones de gran alcance, que comprometen muchas dimensiones, las cosas se complican. No porque la ingeniería social sea un imposible metafísico: ahí está la coordinación, nada espontánea, de los millones de vuelos internacionales o las intervenciones de los Bancos Centrales. De hecho, la entera producción legislativa es ingeniería social: cambios en incentivos para desencadenar resultados previsibles y deseables. De todos modos, los efectos imprevistos son indiscutibles. Y de envergadura. Los lectores de El nombre de la rosa recordarán el hilo causal que lleva desde el uso de las gafas al Renacimiento, un hilo que, desde luego, no contemplaba el hombre que «labraba en la penumbra los cristales». También hay otro que conduce del estribo al feudalismo o de la escritura alfabética a la democracia. O del virus a los divorcios. Por eso hay que pensarse mucho las intervenciones, por lo que decía Borges, porque «ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones».

Pero, como el general de Arrow, llevamos mal las incertidumbres. Las creencias cumplen la función de representarnos el mundo, pero aún más la de asegurarnos confort psicológico (Gelpi y otros, Belief as a non-epistemic adaptive benefit, Behavioral and Brain Sciences, 2020). Somos animales creadores de sentido y, por lo mismo, de superstición. Se ha repetido con los planes frente a la pandemia. Como necesitábamos que la falta de libertad y la enfermedad, el desorden, formaran parte de algún orden superior, exigíamos plazos y fechas imposibles. Leíamos los artículos saltando por encima de los argumentos, en busca de un poco de esperanza en las líneas finales. Queríamos precisiones sobre nuevos conocimientos, olvidando aquello de Popper: no podemos saber lo que llegaremos a saber mañana, porque si no ya lo sabríamos hoy. O exigíamos a las estadísticas una ridícula exactitud, para disfrute de los tramposos que no ignoran que «en todas las estadísticas, la imprecisión del número se compensa con la precisión de los decimales» (algo sobre lo que ya nos previno hace setenta años el genial Oskar Morgenstern en On the Accuracy of Economic Observations).

Naturalmente, un Gobierno sin afán de verdad no tenía problemas para cebar nuestra fantasía con ilusión de rigor, con esas invocaciones a «la ciencia» que ya por su simple construcción sintáctica confirmaban su ignorancia acerca de en qué consiste la ciencia. Decían saber e iban a ciegas. Mal podían planificar cuando ni siquiera tenían un mapa de la situación, los datos básicos. Aunque, bien es verdad, una parte de la culpa no era suya sino de un sistema autonómico incapaz de compartir el historial clínico de sus ciudadanos y en el que cambiar de comunidad es como cambiar de país. (Algo de eso sucedió en China por un sistema perverso de incentivos: las autoridades de Wuhan suministraron información falsa al Gobierno central para evitar la impresión de falta de control o de mala gestión. De hecho, según descubrió el Gobierno central, esa fue la razón última de la persecución del médico que denunció la enfermedad, hoy convertido en héroe nacional. La desconfianza es tal que hace unas semanas un importante funcionario de Beijing se lanzó en paracaídas sobre Wuhan para supervisar la lucha contra el virus).

Pero el aplomo nunca faltó. Se pasaba de una opinión a la contraria, sin inmutarse. Nunca faltaba un paper para consagrar una mentira, como sucedió con las mascarillas, o un informe internacional inencontrable para avalar cualquier gestión. El Gobierno impostaba una sabiduría de la que carecía. La peor combinación en las decisiones prácticas, ignorancia y arrogancia epistémica. Se simulaba una precisión imposible, invocando a unos expertos que, naturalmente, no lo eran, porque no hay ciencia de las decisiones políticas. Lo sabemos desde Aristóteles, el mismo, por cierto, que nos enseñó que «es propio del hombre instruido buscar exactitud en cada materia en la medida que lo permite la naturaleza del asunto».

El afán de tranquilizar con la ilusión de la precisión y del control se tradujo en mala cartografía y en mala práctica. La primera quedaba en evidencia cada mediodía, en las (innecesarias) comparecencias saturadas de datos irrelevantes, con contabilidades mudadizas y sumandos reajustados según las necesidades del relato. Muchos números y poca información. La mala práctica era consecuencia no solo de los malos mapas sino de un absurdo afán regulador. Como había que hacer algo, aunque no sirviera para nada, salvo para dar la impresión de control, nos encontramos ante una marabunta de instrucciones en las que resultaba imposible orientarse. Pretendiendo regular cada una de las acciones para cada una de las situaciones se acababa por incurrir en prescripciones contradictorias para los buenos y en un coladero para los malos, quienes conocedores de que cada cual es un yo plural de sombra única, explotaban sus múltiples identidades (propietarios de perro, deportistas, padres) para hacer lo que querían.

La torpeza en la gestión asombraba, además, porque en los entornos pesebreros del Gobierno no faltaban científicos sociales conocedores de la importancia de instrucciones sencillas en su ejecución y vigilancia y realistas en sus exigencias. Carece de sentido pedir a la población capacidades para procesar información fuera del alcance de nuestros chapuceros cerebros humanos o comportamientos supererogatorios, propios de héroes o santos. Como nos han recordado algunos de los interesantes trabajos de teoría social publicados en estas semanas, cuando se trata de reclamar cambios duraderos en comportamientos es importante regular las exigencias, «diferenciar actividades de bajo y alto riesgo y no culpar a la gente porque puede ser contraproducente» (Julia Marcus). Mejor lo bueno realizable que lo perfecto inalcanzable. Según la distinción acuñada por Kahneman, es preferible apelar a nuestro sistema de racionalidad 1, el que manejamos cada día para transitar por la vida, sin darnos cuenta, automático, conformado por reglas torpes, poco pulcras lógicamente, pero rápidas e intuitivas, con las que regimos nuestra vida cotidiana; que a nuestro sistema 2, que reclama sentarse con la hoja de cálculo, impecable inferencialmente, sofisticado pero lento y poco intuitivo. Cuando se trata de salvar la vida nos basta con saber que «por el humo se sabe dónde está el fuego».

Sin duda, cuando el mundo va solo y prima la bonanza, las sociedades pueden permitir a los palabreros simular tareas de gobierno. Otra cosa es cuando vienen mal dadas, en tiempos de Titanics. En esas horas, casi peor que la ausencia de gestión es la ilusión de control. Tranquilizar con mentiras a las criaturas ayuda al principio pero, cuando nada se parece al guion, los niños se impacientan. Y el cuento se viene abajo. Con la misma modestia epistémica de Aristóteles nos los recordó Michael Tyson, «todo el mundo tiene un plan… hasta que te parten la cara».

Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona.

Publicado en EL MUNDO       4 de junio de 2020

 

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