La actualidad mundial del combate antirracista

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wieviorka2Por michel Wieviorka

Mientras en numerosos ­países la crisis sanitaria suscitaba sobre todo importantes debates sociales, económicos y éticos, la cuestión racial ha surgido de pronto en Estados Unidos y ha provocado una onda de choque en todo el mundo. De resultas, la salida de la pandemia se convierte en algo mucho más complejo de lo que cabía imaginar. En efecto, no sólo hay que gestionar la contradicción entre la idea de dar prioridad absoluta a la salud y la vida humana y la de conceder una prioridad no menos absoluta a la recuperación económica y el empleo. No sólo hay que tener en cuenta el imperativo ecológico, pensar en el empleo verde y la desglobalización, criticar la globalización actual. Sino que, de pronto, también hay que tener en cuenta esas nuevas reivindicaciones que irrumpen para hacer primar el combate antirracista en la escena pública, por delante incluso de un riesgo sanitario que dista de estar descartado.

 

Este combate es planetario y nacional, porque difiere de un país a otro, en función de su historia, su estructura social o la naturaleza de sus minorías nacionales, religiosas o étnicas. Aunque en todas partes surgen reivindicaciones identitarias, exigencias de reconocimiento cultural, afirmaciones religiosas, el combate apela hasta ahora a valores universales. A partir del asesinato racista de George Floyd, a quien un policía impidió respirar durante más de ocho minutos, el único tema es la justicia. Los actores hacen un llamamiento a la igualdad, a los derechos humanos, y enlazan con los grandes movimientos antirracistas del pasado, como el de los derechos civiles en EE.UU. a finales de la década de 1950 o la acción encarnada por Nelson Mandela para acabar con el apartheid en Sudáfrica.

Es el momento de la dignidad y el rechazo de la violencia y los disturbios, por más que en un principio se produjeran escenas de saqueo en Estados Unidos. También es el momento de una presión sobre la memoria para que se reconsideren personajes célebres de la historia que han tenido derecho a una estatua o el nombre una calle o una plaza cuando contribuyeron en el pasado a lo peor del colonialismo, la esclavitud y el racismo: pedir que se retiren estatuas o nombres de calles y plazas significa exigir que se corrija, revise y complete el relato histórico. Es pedir la verdad.

Los actores, al menos por ahora, no están embarcados en una movilización racial que enfrentaría a las personas negras con los blancos, sin compromiso ni debate posible. No anteponen una identidad por encima de otra, piden vivir en una sociedad más justa e igualitaria. Por ello, en las actuales manifestaciones antirracistas se mezclan personas diferentes sin distinción de color de piel.

En la historia, los efectos de este tipo de movimiento, que es universalista, pueden dar lugar a dos tipos de deriva. La primera es la aparición de la violencia: si los resultados no se materializan de un modo significativo, si la represión los golpea con fuerza, si en lugar de una gestión democrática del problema sólo se produce una llamada represiva a la ley (“ley y orden”, pide Trump en Estados Unidos), entonces lo que acaba por imponerse es la radicalización del movimiento, al mismo tiempo que se aleja de él la opinión pública. Y el segundo tipo de derivas: la racialización de la acción, que hace que los actores, al fracasar, se replieguen en una identidad que sería natural; se replieguen en la idea de una raza de la que se apropian y que se opone de modo irreductible a la raza dominante, blanca. Lo cual, también, marginaliza a los actores y hace que su combate pierda el carácter universal.

La acción antirracista corre así el riesgo de invertirse para transformarse en racista, puesto que el adversario de la raza propia es otra raza. Por todo ello, ruptura y enfrentamientos violentos no están muy lejos.

¿Cómo evitar tales derivas? Aquí lo decisivo tiene que ver con la actitud de los dirigentes políticos. Si reconocen las dimensiones universales de la acción, si quieren evitar que su país se desgarre, entonces pueden promover una gestión que institucionalice las demandas de justicia y respeto de los derechos humanos. No deja de ser algo delicado, porque los coloca en una posición comprometida ante las fuerzas del orden, que pueden sentirse incriminadas, como en el caso de George Floyd. Ahora bien, si no reconocen la legiti­midad de las demandas de justicia o igualdad del combate antirracista, y sólo ven en ellas excesos y abusos inaceptables, entonces contribuirán a encastillar las posiciones de unos y otros y a incendiar el debate.

Los dirigentes y los apoyos intelectuales de los que se dotan los movimientos antirracistas, su capacidad para rechazar la espiral de los excesos, la violencia y la etnicización de las reivindicaciones son también elementos importantes.

Lo esencial, en última instancia, es la presencia con más o menos intensidad del espíritu democrático: cuanto más presente esté, más podrá el combate antirracista ser una fuente de progreso para toda la sociedad.

Publicado en  LA VANGUARDIA    15 de junio de 2020

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