Consideraciones acerca de la Ley de Educación Primaria Obligatoria

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vivancoPor Hiram Vivanco Torres

Desde los inicios de la república, la formación de nuestros niños ha sido preocupación central de hombres adelantados, que veían en la educación el medio fundamental para estructurar una sociedad más justa e igualitaria.

Algunos, como Valentín Letelier, ya a mediados del s. XIX, señalaban: «La noción de una educación general ha comenzado a ser criticada en nombre de esa idea tan ambigua de la preparación para la vida que trata de determinarse mejor con el nombre, igualmente ambiguo, de educación económica». 

 

Frente a semejante posibilidad, la posición de Letelier es categóricamente humanista en el mejor sentido del vocablo.          

            “Una metáfora corriente, empleada sobre todo en la vida económica, reduce al hombre a un simple “par de brazos”.  Pero el hombre –también los niños del pueblo, según la enseñanza de Pestalozzi– son una unidad indestructible de cabeza, corazón y mano…  Digan los industriales, los comerciantes, los agricultores, cuanto quieran decir, en torno al tema de la preparación para la vida –entiéndase vida económica– que estarán hablando su propio lenguaje y defendiendo sus propios intereses.  Pero el lenguaje de los maestros tiene que ser otro: defender la esencia humana en el niño y en el joven, tanto tiempo como las necesidades de la vida lo permitan.  De manera que la posición humanista de Letelier –y no la economicista– es la única que puede honorablemente sostener un maestro que no quiera ponerse en contradicción con la ética de su magisterio». Estas palabras, pronunciadas por Roberto Munizaga en 1942, tienen total vigencia en nuestros días.  Parece ser el sino de las humanidades y de la educación.  Todos reconocen su importancia en lucidas piezas líricas.  Pero pocos le asignan la importancia que se merecen cuando se trata de llevar a la realidad la implementación de medidas que permitan cultivarlas, desarrollarlas y enseñarlas.

Cómo no evocar las palabras de Valentín Letelier cuando a fines del siglo XIX, ante la argumentación liberal de que la enseñanza pudiera identificarse con la industria y que «no debe haber más trabas para establecer una escuela que para abrir una tienda», sostenía: «Es falso que aquí operen leyes económicas: las escuelas se abren en las más grandes poblaciones donde es mayor la cultura y menor la necesidad, y no en las poblaciones más atrasadas, donde es mayor la necesidad por ser menor la cultura. No son éstas, por lo tanto, empresas industriales sujetas a la ley de la oferta y del pedido. Son empresas morales sujetas a las necesidades de la cultura.» (en Vivanco, 2011).

La gestación de la ley de Instrucción Primaria Obligatorio no estuvo exenta de dificultades. Como otros cuerpos jurídicos que han pretendido terminar con injusticias enquistadas en nuestra sociedad, esta iniciativa legal se enfrentó a la oposición de grupos que, por diferentes motivos, favorecían la mantención del statu quo. Sin embargo, hombres visionarios, muchos de ellos masones, lograron sacar adelante esta ley, cuya promulgación tuvo lugar el 26 de agosto de 1920, hace exactamente 100 años, constituyéndose en un hito que nos permite asegurar que existe un antes y un después de esa fecha.

Sabemos que en 1860 se había promulgado una ley de Instrucción Primaria Obligatoria la que, sin embargo, no cumplió con los anhelos de los docentes, principalmente porque no garantizaba una suficiente cobertura. Debido a esto, en junio de 1900 el senador radical Pedro Bannen presentó un proyecto de ley que abogaba por la gratuidad de la enseñanza. En 1909, el diputado del mismo partido, Enrique Oyarzún, presentó otro proyecto, que tampoco prosperó. Las críticas del mundo conservador fueron muy duras, como lo ejemplifican estas palabras del senador Blanco Viel: “Yo, señor Presidente, creo que no es posible discutir hoy en día la conveniencia de que los niños se instruyan o que al menos sepan leer y escribir y no queden analfabetos e ignorantes. Esto ni siquiera puede servir de tema de discusión en un alto cuerpo, como el Senado, pero de aquí, de que conviene que todo niño reciba instrucción suficiente y sea educado como corresponde, arrancar la consecuencia forzosa e ineludiblemente que todo niño debe ir a la escuela no me parece lógico, ni siquiera razonable. Esto no se armoniza con el derecho que tiene todo padre de familia de proveer como mejor entienda a la educación de sus hijos…” (Brunner 2006).

Diversos grupos sociales se unieron en la tarea de impulsar una ley de educación primaria obligatoria, tales como la Asociación de Educación Nacional, la Federación de Profesores de Instrucción Primaria y el Comité Nacional pro-dictación de la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria que se transforma en el Comité Pro-Educación Primaria Obligatoria (1918). Junto a ellos estaba la Masonería, conformando aquel grupo que adoptó una posición anticlerical, siendo partidarios de una educación pública, primaria y obligatoria (Biblioteca del Congreso, Mario Poblete, Luis Castro, 2012).

Después de muchas vicisitudes el 26 de agosto de 1920 se promulga la ley que conmemoramos hoy. En esta se establece que “la educación primaria es obligatoria. La que se dé bajo la dirección del Estado y las Municipalidades será gratuita y comprenderá a las personas de uno y otro sexo”. De este modo, el Estado garantiza a cada niño y niña el acceso gratuito a los centros educacionales y velaría por que se cumpliera esta normativa. En su segundo artículo indicaba que dicha obligatoriedad se extendía de los 7 a los 13 años. Uno de los mecanismos que estableció este cuerpo jurídico para garantizar la obligatoriedad se encuentra en el Artículo 12: «El padre o guardador sufrirá la pena de presidio en su grado mínimo, o multa de uno a treinta pesos, si en el propósito de eludir las obligaciones que impone esta ley o de limitar el período de cumplimiento, diese información falsa acerca de la edad de su hijo o pupilo en el momento de la matrícula». Adicionalmente, la obligatoriedad se veía fortalecida en la medida que se prohibía que niños menores de 16 años fuesen empleados en fábricas sin haber cumplido su instrucción primaria (Zemelman y Jara, 2006).

Con el propósito de mejorar la cobertura, se dispuso que las municipalidades formaran, si fuere necesario, escuelas elementales en su territorio jurisdiccional. En cuanto al mundo rural, en que gran parte de la población aún vivía dispersa, obligó a los dueños latifundistas a crear escuelas con recursos propios. Lo mismo se dispuso para los campamentos mineros y fábricas, que reunieran determinado número de personas. De no cumplir con la ley, serían multados.

Indica, además, que en toda comuna debía haber una escuela primaria para cada género por cada mil habitantes.

También se ocupó de la calidad de los docentes, señalando que para ejercer en las escuelas públicas se necesitaba contar con el título de normalista. Y un dato que no es un mero detalle: la ley ya no se denomina de instrucción primaria, sino que de educación primaria. Bien sabemos los profesores la enorme diferencia que existe entre instruir y educar.

Como maestros, creemos que es nuestro deber traer al primer plano cuestiones que nuestra sociedad actual ha relegado a la trastienda con la consiguiente distorsión de los valores humanistas y las nefastas consecuencias que se aprecian a diario.  Hacer conciencia de esta situación es una de nuestras tareas más difíciles, tanto más cuanto que la escuela no puede enfrentarse a un medio todopoderoso que bombardea a nuestra juventud con mensajes cargados de un mercantilismo pragmático alienante. 

Recordemos las palabras de Ortega cuando plantea: «la escuela, como institución normal de un país, depende mucho más del aire en que íntegramente flota que del aire pedagógico artificialmente producido dentro de sus muros».  (Ortega y Gasset, 1930).

En los tiempos actuales nos enfrentamos a nuevos tipos de analfabetismo que deben ser abordados con urgencia. Se trata del analfabetismo informático, del ético y valórico como también del cívico. Interesante desafío que los maestros, con el necesario apoyo del sistema educacional y de la sociedad toda, debemos atacar teniendo como punto de apoyo el recuerdo de las acciones emprendidas por nuestros antecesores hace 100 años.

REFERENCIAS

Biblioteca del Congreso, Mario Poblete, Luis Castro. 2012. 18/10/2012. Educación Chilena: desde el inicio de la República hasta la Ley de Educación Primaria Obligatoria (1810-1920). 

Brunner, José. 2008. “Trayectorias y proyecciones del sistema educacional. Los debates de la república educacional: 1920 y 2010” en Figueroa y Vicuña (eds.) El Chile del Bicentenario. Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales.

Munizaga Aguirre, Roberto.  1942. Algunos grandes temas de la filosofía educacional de Don Valentín Letelier.  Santiago: Editorial Universitaria.

Ortega y Gasset, José. 1930. Misión de la Universidad. Madrid: Universidad de Madrid.

Vivanco, Hiram. 1998. La Universidad que fundó Bello. Cuadernos Rector Juvenal Hernández Nº 6. Santiago. Corporación Cultural Rector Juvenal Hernández.

Vivanco, Hiram. 2011. Cuenta del Vicepresidente del Senado Universitario, período 2010-2011. Disponible en http://www.uchile.cl/noticias/73764/cuenta-del-vicepresidente-del-senado-universitario-periodo-2010-2011.

Zemelman, Myriam y Jara, Isabel. 2006. Seis episodios de la Educación Chilena, 1920-1965. Santiago de Chile: Ediciones Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile.

Hiram Vivanco Torres, Profesor Titular del Departamento de Lingüística de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, ex Vicepresidente del Senado Universitario de esa casa de estudios. Profesor invitado en la Universidades de Michigan y de Viena. Director de la revista Lenguas Modernas.

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