DEL BOMBARDEO AL PLEBISCITO

fernando baez

fernando baezPor Fernando Báez B.

Mediodía,11 de septiembre de 1973. Por el norte, desde el sector estación Mapocho y con ruido atronador, venían los aviones de combate. Crueles aves de rapiña, hacían un leve descenso a la altura del diario La Nación y lanzaban sus cohetes contra La Moneda, que se estremecía al recibir los numerosos impactos. Junto con el estruendo se levantaban humo, polvo y fuego, mientras la bandera presidencial sucumbía desgarrada. Varios helicópteros, arañas peligrosas en ruidosa actividad de caza, contribuían al miedo cerval provocado por las armas. Era lo que sentíamos un pequeño grupo de obreros, estudiantes y oficinistas que nos juntamos de modo espontáneo luego del último discurso del presidente Allende. Mudos e impotentes ante la masacre, mirábamos entre lágrimas con temeroso cuidado. Desde las ventanas del Ministerio de Obras Públicas disparaban a ratos contra los militares que rodeaban la sede de gobierno. Estábamos en la entrada de la avenida Bulnes, al sur del centro cívico, por donde se alejaban rugiendo los aviones de la infamia.

 

Terminado el bombardeo, los soldados, algunos con rostros cubiertos con pañoletas naranjas o celestes, nos ordenaron evacuar el área, amenazando llevarnos detenidos si no obedecíamos de inmediato. En ese momento, al pasar por calle Nataniel, nos dimos cuenta de algo insólito. Había una citroneta rendida y desmembrada, como animal en el matadero: las ruedas formando un cuadrado y en el centro, separados los asientos, las puertas, el motor y la cabina. Alguien comentó que los militares la habían desarmado buscando armas y documentos.

De los crímenes de lesa humanidad y de las atrocidades cometidas contra la democracia seguirá dando cuenta la Historia, también quienes fuimos testigos y víctimas de la violencia ejercida por quienes usurparon el gobierno. Los autores del golpe y sus “cómplices pasivos” nunca se han dispuesto a reparar los daños causados, porque el golpe cívico-militar, aparte de herir profundamente la convivencia nacional, consolidó el poder y los privilegios de la clase pudiente que operaba al servicio de las empresas transnacionales y del imperialismo yanqui.

Los victimarios de la paz y la justicia, tal como ocurrió con  aquella débil citroneta, desmantelaron de modo sistemático el conjunto de empresas y servicios del estado, las privatizaron, las compraron a precios irrisorios, las vendieron a compañías extranjeras, les quitaron atribuciones o las condenaron a morir invocando la modernidad de los costos y las utilidades. En todo caso y más allá de las circunstancias propias que devinieron del golpe cívico-militar, tengamos en cuenta que otras dictaduras han exhibido las mismas características de restricción de la libertad y espacios sociales, acompañándola de violencia política, de represión y muerte, de compra de voluntades y saqueo de los bienes públicos.

La euforia de los vencedores de esa guerra unilateral, que hasta hoy tiene férreos defensores, atrapó a sectores de una clase media oportunista y desclasada que buscando beneficios se sometía a sus mandatos. En contraste, los campamentos de pobladores, que se habían organizado para demandar vivienda, educación y salud, eran violentados y condenados a “parar la olla” del cesante. Fue el castigo a sus anhelos naturales de un sistema social basado en la equidad y la justicia.

El gobierno de la dictadura y los chicaboys, más los sucesivos gobiernos de corte democrático, herederos y adherentes del modelo neoliberal de economía,  le han hecho varios maquillajes a la brecha social impuesta desde los albores de la nación, pero en el fondo y tomando las ideas de Zygmunt Bauman, todas las medidas emprendidas en nombre del “rescate de la economía” se convierten, como tocadas por una varita mágica, en medidas que sirven para enriquecer a los ricos y empobrecer a los pobres. De hecho, la mayoría de los trabajadores y sus familias sufren hoy las desigualdades que generan las escasas oportunidades laborales, los bajos salarios, las deficiencias del sistema de previsión, los diferentes niveles de atención en salud, la escasez y altos precios de las viviendas, y los elevados costos de la educación superior.

La pandemia por Covid-19 ha puesto en evidencia desigualdades e inequidades que la gente no resuelve con una resiliencia alta ni con un aumento ocasional de su poder adquisitivo, y es del todo injusto el intento de sortear la crisis social que vive nuestro país con mediáticas “campañas solidarias” destinadas a satisfacer deseos y necesidades inmediatas. Es la vieja estrategia de abordar los conflictos prescindiendo de sus causas. Uno de los desafíos para definir la nueva constitución es si seremos capaces de analizar las causas de todas las injusticias y trabajar solidaria  e inclusivamente por las mejoras sociales. Son ámbitos en los cuales estamos contestes de que la justicia pone orden en el caos, que ésta es una facultad moral y formal sustentada por las leyes y el derecho, pero que se transforma en virtud cuando se la aplica con equidad dando a cada uno según sus méritos y necesidades a fin de alcanzar la igualdad y el bien común. Así de simple y exigente es el deber ético para políticos, jueces y gobernantes que ejercen en democracia.

El gatopardismo de los partidos politicos que apadrinó la dictadura continúa al acecho. Quiere clavar sus garras en el plebiscito que precederá a la nueva Constitución. Si pierde la opción “Rechazo” –lo más probable–, quienes han hecho apología del gobierno dictatorial ya se están colocando caretas y ropajes ajenos para ser candidatos a una convención mixta o una asamblea constituyente desde donde proteger sus prebendas. Los medios de comunicación, en manos de la clase dominante, se complacen mostrando personajes caradura que haciendo gala de travestismo político se declaran “republicanos” o “socialdemócratas” a favor del “Apruebo”.

Los agentes políticos del poder económico son embaucadores peligrosos, manipuladores e incapaces de actualizar o poner en práctica los ideales republicanos que sustentan la soberanía popular: igualdad, pluralismo, tolerancia, participación y respeto. Quizás se les pueda aceptar que adhieren una socialdemocracia defensora de la intervención estatal para corregir las desigualdades dentro del marco del libre mercado, pero eso conllevaría impuestos proporcionales para los ricos. Carentes de un discurso social humanizante y de presencia cultural significativa, para mimetizarse y confundir toman sin tapujos ideas contrarias a sus fines, llegando incluso a utilizar palabras del “enemigo”, como ”El derecho de vivir en paz”, del asesinado Víctor Jara. He aquí los principios de “unanimidad” y “silenciación” que Goebbels aplicaba en la propaganda nazi.

El escenario político chileno es preocupante y muy revelador de su presente histórico. Sigue latente la crisis social manifestada el 18 de octubre, lo mismo el sentir ciudadano que impugna de la esencia injusta y discriminadora de la actual constitución. La decisión en las urnas marcará el futuro de nuestro país y en ese proceso será vital la conducta de la llamada “clase media”, sobre todo porque podrían echarse las bases del cambio pacífico al socialismo que enunció Salvador Allende. Si aprobada la redacción final de la nueva carta magna se dice otra cosa, habrá que respetar y acatar la voluntad mayoritaria.

Podrán variar las circunstancias, los procesos sociales ocurrirán en espacio y tiempo diferentes, pero las grandes inequidades seguirán involucrando a los mismos actores, a menos que la sociedad en su conjunto sea capaz de transformaciones profundas. Para quienes valoramos la soberanía popular y la participación ciudadana resuena el tranquilo metal de la voz del presidente mártir: “Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen, ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos”.

Aunque a los nacidos en el siglo pasado nos duelan las distopías globalizadoras, no dejaremos de creer y aportar a la construcción de un mundo mejor. La imagen imborrable de aquel fatídico 11 de septiembre y las desventuras de nuestra democracia nos llevan a concluir que las desigualdades e inequidades son parte de la historia del hombre y que su redención en cuanto especie dependerá de cómo resuelva su contradicción atávica: la explotación del hombre por el hombre.

Fernando Báez es Profesor Normalista

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