LA AMENAZA DE UN NUEVO VIRUS

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gonzalo herreraPor Gonzalo Herrera

Nuevo en nuestro país, hace tiempo sin embargo que viene infectando la política de países como EE.UU., Francia, Italia, Alemania, sin dejar de mencionar Latinoamérica donde se asentó ya en el siglo pasado. Hablo del virus del populismo, fenómeno complejo, difícil de definir, razón por la que existen tantas versiones acerca de su significado.

 

Tempranamente, en el siglo XX, la región conoció proyectos populistas con el sello propio de cada país y conforme a la fase de desarrollo capitalista en que se encontraban. El peronismo, el aprismo, el varguismo, el cardenismo, entre otros, llegaron imbuidos de discursos redentores, desarrollando políticas tendientes a satisfacer de manera parcial el consumo básico de los sectores obreros y de las masas campesinas que migraban a las grandes capitales, mientras los Estados se hacían cargo de sostener la estructura capitalista, en momentos que la burguesía industrial y terrateniente no estaba en condiciones de poner los recursos necesarios.

Luego, ya en la segunda mitad del siglo anterior, afloraría una segunda oleada con líderes como Paz Estenssoro en Bolivia, Velasco Ibarra en Ecuador, Hugo Chávez en Venezuela, llegando hasta los más cercanos  Rafael Correa y Evo Morales, mayoritariamente con un sello izquierdista, siempre oscilando entre el formalismo democrático y el autoritarismo, siempre manejando la distribución del ingreso no en cuanto derechos sino como dádiva con un sello paternalista.

Terminada la era oscura de las dictaduras militares, surgen Estados reestructurados, adaptados para la apertura y desregularización de la economía y con amplia disposición para abrazar las políticas neoliberales. En varios países latinoamericanos surge paralelamente un nuevo tipo de liderazgo, portador de un discurso simplista y popular, sin elaboración de ideas complejas, que en base a la imagen carismática del líder buscaba construir democracias más formales que consolidadas, concentrando  toda iniciativa política desde el poder, y por lo mismo altamente vulnerables a la corrupción.

Los populismos de mediados del siglo XX, estructurados casi como un modelo político, repetidos como arquetipo en varios países latinoamericanos, devienen en el siglo XXI a un simple formulismo, algo que algunos analistas denominan neopopulismo. Caracterizados por su pragmatismo,  por su forma de hacer política sin estar regida por una ideología propia, todos ellos surgen como una configuración discursiva con fuerte apoyo popular, que según fueren las demandas los caracterizará como de izquierda o derecha.

El kirchnerismo constituye un buen ejemplo de lo anterior. Al inicio de su ciclo, año 2003, en medio de la más aguda crisis económica en Argentina, mostró una clara voluntad de encarnar tendencias progresistas e innegablemente democráticas, tanto en materia de derechos humanos —enfrentando los crímenes de la dictadura sin ambigüedades— como en la economía, abriéndose a una concepción de Estado como sujeto económico para avanzar en una distribución más igualitaria. Lamentablemente su trayectoria a la corrupción fue rápida.

El populismo kirchneriano se basaba en su capacidad de movilizar a amplios y variados sectores en defensa de un discurso que se acomodaba según las circunstancias. El presidente aparecía como el gran articulador de las demandas populares que ninguno de los gobiernos anteriores había sido capaz de satisfacer; de esa manera lograba mantener un vínculo estrecho y personal con los sectores populares movilizados en la calle.

Este grado de adhesión ciudadana evidentemente otorga un gran poder al líder populista. Le permite restringir la institucionalidad republicana, trivializando las funciones de los otros poderes del Estado, soslayando por ejemplo la discusión legislativa en la confección de leyes, para gobernar mediante decretos. Este es uno de los mayores peligros que caracterizan los regímenes populistas, la horadación de la democracia representativa,  la degradación del concepto de separación de poderes del Estado y la concentración de estos, ya no en la figura institucional, sino en un líder con características mesiánicas.

El discurso populista es categóricamente bipolar y excluyente, “ellos contra nosotros”, donde “ellos” son los opositores —la élite, la oligarquía, etc.— y “nosotros” es el pueblo guiado sabiamente por el líder demagógico y carismático. Según el sector social al que se pretenda alagar, el populismo será de izquierda o derecha. Las diferencias entre ambos provendrán de factores sensibles que en determinados momentos estimulan o irritan a un sector amplio de la población, fundamentalmente a las middle class, que puede ser la crisis económica o la inmigración en un caso, la corrupción, la inequidad o los abusos de la élite en el otro.

Queda claro entonces que el populismo del siglo XXI no nace del pueblo, sino que es el discurso populista el que construye una particular visión de pueblo. Así el pueblo venezolano, en cuanto constructo, en el discurso de Chávez deviene en “bolivariano”, teniendo como eje la figura de él mismo como heredero de Simón Bolívar, haciendo referencia a un pueblo que por historia se ha hecho invencible ante amenazas externas. La concepción del libertador del poder moral como un cuarto poder —Discurso al Congreso de Angostura (1819)— atribuido al pueblo para impedir las irregularidades en los poderes públicos, está indudablemente presente en el discurso del chavismo, institucionalizado hoy en el Poder Ciudadano. De igual manera ocurre con la utilización del símbolo religioso como táctica comunicacional para consolidar la imaginería populista.

En la actualidad existen sobrados ejemplos para corroborar que la conceptualización política a través de una dinámica discursiva, constituye el elemento más característico del populismo del siglo XXI.  Mientras crecían los populismos de izquierda en América Latina, Europa experimentaba el resurgimiento del populismo de extrema derecha, incluso de definición fascista (Países Bajos, Austria, Italia, Alemania), todos con discursos ultraconservadores y devotos del autoritarismo, enarbolando la defensa de la identidad nacional. El fenómeno emergente constituido por los casos Trump y Bolsonaro en América, se construyó con la figura del outsider, en el que “los otros” eran los políticos tradicionales, ineptos y corruptos, en el que se apologizaba la antipolítica y se abrían expectativas con la llegada del líder redentor.

El carácter populista de ambos mandatarios les impide reconocer el fracaso de su gestión y el ahondamiento de los problemas al que han arrastrado a sus respectivos países, insistiendo en culpar a los adversarios políticos, extrapolando sus acusaciones también a “intereses extranjeros”.

La situación en Chile

El populismo en nuestro país comenzó a manifestarse en la medida que la estructura tradicional de partidos surgidos tras la recuperación de la democracia, entrampada por el sistema binominal que vino a terminar recién el año 2015, permitía que la confección de leyes fuera controlada por una minoría conservadora que hacía imposible sacar adelante las reformas anheladas por la ciudadanía. El fortalecimiento abusivo de las leyes de mercado, la crisis de representatividad en los cargos de elección popular y, en general, la falta de credibilidad en las instituciones públicas y privadas, habían hecho propicia hasta ahora sólo la aparición de un discurso populista de extrema derecha, la de José Antonio Kast con su partido Acción Republicana.

Sin embargo, tras las profundas reformulaciones de orden político-institucional impuestas por la ciudadanía con el estallido social de octubre 2019, y la aparición planetaria del Covid-19, hemos conocido ahora una sorprendente variación del discurso populista: líderes de inocultable arraigo en la derecha pre y post recuperación de la democracia, con una impronta significativa en altos cargos o en iniciativas legislativas de corte neoliberal por casi treinta años, no han vacilado en las últimas semanas en travestirse de “socialdemócratas”, conscientes de que en la actual coyuntura política mostrarse conservador no reporta dividendos positivos.

El discurso triunfalista de “libertad económica”, privatización y libre competencia, que por decenios ha demandado la prescindencia del Estado por ser ineficiente y constituir un freno para el desarrollo, ante una crisis de la magnitud que hemos conocido con la pandemia, ha mostrado su fracaso dejando al desnudo la falta de recursos para enfrentar con prontitud las secuelas sanitarias provocadas globalmente, mostrando esencialmente sus falencias tanto técnicas como morales

Después de todo lo sucedido en el último año es obvio que la gente ha entendido esto, y demanda un cambio. El riesgo del populismo se acrecienta cuando detrás de esta demanda no existe una propuesta alternativa sustentada por fuerzas políticas reconocidamente democráticas. Lamentablemente, hasta ahora, el ciudadano medio sólo encuentra el desolador espectáculo de una clase política incapaz de ponerse de acuerdo, incluso en el seno de sus respectivos conglomerados.

Uno de los factores más alarmantes en la presente coyuntura es la poca relevancia con que se está tratando la composición de una eventual Convención Constituyente, burlando con  argucias legales la participación civil en el ente constituyente, considerando que bajo las actuales disposiciones legales se favorece ampliamente la posibilidad de que los cupos para delegados a la Convención sean copados por los partidos políticos. Sería un despropósito mayúsculo que quienes son vistos mayoritariamente por la ciudadanía como responsables del descrédito de la política en nuestro país, se apropiaran de esta instancia democrática que el pueblo chileno demoró 30 años en materializar.

La experiencia de lamentables procesos en Latinoamérica demuestra que se incentivan los brotes de populismo cuando se desprecia el sentir popular, cuando la élite establece notoriamente el distanciamiento con la sociedad civil. El surgimiento de sectores populistas tanto de izquierda como de derecha podría llevar a que en un futuro se aliaran en contra del establishment, mimetizándose como “fuerzas antisistema”, como ocurre actualmente en países europeos. ¿Estaremos inmunes en Chile contra este virus?

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