A 50 años de la desaparición de Yukio Mishima

Por Verónica Abdala

El 24 de noviembre de 1970, a sus 45 años, Yukio Mishima, provocaba su propia muerte abriéndose el vientre, una ceremonia ritual con que alcanzaba el vacío metafísico cuya fascinación había experimentado desde su primera juventud y que culminó con su decapitación durante la agonía. Dejaba sobre una mesa un trozo de papel que decía: «La vida humana es breve, pero quisiera vivir siempre.»


 Y ese mismo día en que se suicidó, el 25 de noviembre de 1970, haces 50 años, Mishima (Tokio 1925 – 1970), sellaba el último manuscrito de su obra más extensa y ambiciosa, la tetralogía El mar de la fertilidad, en la que recorre la convulsa historia del Japón del siglo XX. Antes, el autor había aludido de una y mil formas a su propio suicidio según el ritual de los samuráis a través de sus obras de ficción, e incluso en la película Hitokiri (1969) representa a un Samurái que comete seppuku: su vida había transcurrido así, entre la escritura y los gestos y declaraciones de grandeza con que enfrentaba lo que consideraba el derrumbe moral de su país. Una figura a la vez próxima y extraña.

“Hasta la idea de mi propia muerte me hacía estremecer con un placer desconocido”, decía él, muy probablemente, el autor japonés que tuvo más gravitación en Occidente, después de la Segunda Guerra Mundial, junto a otros grandes nombres de esa tradición narrativa con historia y vida propia, como Y. Kawabata, J. Tanizaki y R. Akutagawa. “Quien hace cosas bellas no puede ser feo”, pensaba.

Mishima fue reconocido mundialmente como un novelista excepcional y un dramaturgo que renovó en su país las formas escénicas, un verdadero ícono literario de su generación, en una época en que Japón encaraba la reconstrucción posbélica que lo convertiría en potencia. Su legado literario no puede calificarse sino como monumental, y a su vez prueba que fue un escritor disciplinado y versátil: publicó 40 novelas, 20 libros de cuentos, alrededor de 20 ensayos y 18 obras de teatro.

Algunas de sus obras más conocidas son Confesiones de una máscara y El pabellón de oro, así como también el ensayo autobiográfico El sol y el acero. Sus obras se caracterizan por mezclar la estética moderna y el tradicionalismo japonés, con enfoques en la sexualidad, la muerte y el cambio político.

Cuando, en 1968, el escritor Yasunari Kawabata recibió el Premio Nobel -al que Mishima fue un eterno candidato-, se quejó: “No comprendo cómo me han dado a mí existiendo Mishima. Un genio literario como el suyo lo produce la humanidad solo cada dos o tres siglos. Tiene un don casi milagroso para las palabras”.

El 25 de noviembre de 1970, Mishima se mataba tras haber tomado como rehén al capitán del cuartel general de las Fuerzas de Autodefensa del ejército nipón: había fracasado en su intento de inspirar un golpe de Estado, decidido como estaba a devolverle el honor al emperador de su país, Hiroito. En su Japón natal, a medio siglo de su muerte no hubo ningún acto oficial que recordara su figura o su legado, a pesar de que alcanzó un reconocimiento universal como autor y en su patria era una celebridad.

Impulsado por un pronunciado nacionalismo de derecha y la añoranza irreductible de los viejos tiempos, el escritor clamaba por un regreso a las bases morales del país que, estaba convencido, el capitalismo estaba destruyendo.

Su ensayo más importante, Bunka boueiron (En defensa de la cultura), defendía la figura del emperador como la mayor señal de identidad de su pueblo. Más tarde, formaría la Tatenokai (‘Sociedad del Escudo’), con un fastuoso uniforme que él mismo había diseñado y en el que pretendía reencarnar los valores nacionales de su Japón tradicional.

También escribió: “A través de la fuerte visión del harakiri quiero estimular e inspirar a los jóvenes, revivir cierto antiguo y tradicional sentido de la responsabilidad. Ese es mi propósito. Es una forma muy positiva y orgullosa de morir”.

El ritual que eligió para terminar con su vida, el harakiri o seppuku, era considerada la forma más honrosa de acabar con todo cuando se había fallado en la misión más importante de la vida. Y se da una paradoja: mientras en Japón aquel suicidio ritual ensombreció la memoria de Mishima, en Occidente nadie como él despertó tanto interés por la literatura y cultura japonesas. Incluso en la actualidad, muchos jóvenes japoneses van a su obra atraídos por su “filosofía de acción”, asegura su biógrafo Isidro-Juan Palacios, que viene de publicar Yukio Mishima. Vida y muerte del último samurái (en la editorial La esfera de los libros).

En ese libro, el autor cuenta que él tenía 20 años cuando se enteró a través de la televisión del harakiri de Mishima y arriesga una hipótesis sobre la atracción que ejerce sobre los jóvenes, en el marco de una entrevista con la agencia Efe: “A mí lo que me llevó a él no fue su literatura sino su acción, como presumo que les pasa también a los jóvenes de hoy. Unos y otros hemos llegado a esta misma conclusión, fieles a las enseñanzas que el propio maestro Mishima hizo suyas: la única literatura que merece la pena leer y tratar es aquella que te lleva a alimentar y fortalecer los cauces que te sostienen en la acción. Este es el principio”, piensa. Para muchos otros, son la belleza de sus narraciones y cierto idealismo, propio del ideario juvenil, lo que lo vuelve magnético para las nuevas generaciones. 

Un poco de historia

Kimitake Hiraoka (ese era su verdadero nombre) había nacido en Tokio en 1925 en el seno de una familia acomodada y desde sus 49 días de vida hasta los 12 años estuvo bajo el yugo de su abuela Natsu, que provenía de una familia de herencia samurái: una mujer violenta que lo mantenía encerrado en una habitación durante días y lo vestía con ropa de mujer.

Después, tras haber leído vorazmente las obras de Oscar Wilde y Rilke, Mishima concretó una carrera meteórica, impulsado por un talento innato: con solo 16 años publicó su primer relato en una revista literaria, y ya como veinteañero logró el reconocimiento con su novela Confesiones de una máscara, donde exploraba los tabúes de la homosexualidad y las falsas apariencias en plena crisis de la identidad nacional, tras la Segunda Guerra: es un clásico de la literatura japonesa moderna y fue redactada en apenas seis meses.

Su padre, simpatizante del nacionalsocialismo alemán, le había prohibido ejercer como escritor. Mishima asistía a clases durante el día y escribía durante las noches y así logró graduarse como abogado en la Universidad de Tokio, obtuvo un trabajo como funcionario en el Ministerio de Finanzas japonés y se decidió a encarar una carrera como autor. Su madre se convirtió en su lectora privilegiada, la que leía lo que su hijo escribía de noche, a escondidas.

Su primera novela, Tōzoku (Ladrones), se publicó en 1948, a sus 23 años. Entró en la treintena siendo una estrella literaria, después de publicar El pabellón de oro y tras la tibia acogida de La casa de Yoko.

También decidió probar suerte como actor, cantante y modelo, y se entregó a la práctica de las artes marciales, como el kendo y el karate. También practicaba el fisicoculturismo: decía que quería morir bello.

Para 1970, ya era un escritor consagrado: Marguerite Yourcenar, que le dedicó Mishima o la visión del vacío, lo define como una figura compleja y «un mártir del heroico Japón”. “Que se sepa que morí como un guerrero, no como un escritor”, ordenó Mishima a sus amigos, cuando les anunció que partía, vistiendo un uniforme militar. La minuciosamente premeditada muerte de Mishima era parte de su obra, pensó ella.

Publicado en Clarín Cultura el 26/11/20

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