Nietzsche y el fulgor que nos subyace

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Heber Leal *

Los estudios sobre Friedrich Nietzsche (1844-1900) no pasan desapercibidos incluso a más de 120 años de su muerte. Su influencia, no lo olvidemos, es innegable en los llamados filósofos de la sospecha. Sería descabellado pensar en las figuras señeras de un Martin Heidegger o de un Gilles Deleuze sin su valiosa contribución. En este momento, lejos de intentar examinar toda la obra de Nietzsche en una sola columna, el interés de este comentario se centra en rememorar el primero de sus textos de juventud: nos referimos a El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, publicado por primera vez en 1872.  Si bien el texto abarca varios aspectos de la relación arte, música y tragedia griega, conviene reflexionar sobre la presencia de los principios antitéticos de Apolo y Dionisos, que sirven para interpretar la música, el arte y sobre todo la vida (en un sentido metafísico y no meramente biológico).

El primero de estos principios trae como características propias la armonía, la belleza, la perfección y, sobre todo, la proporción. El segundo, en cambio, se asocia a la desmesura, el frenesí, la embriaguez y la unión con lo Uno primordial. Apolo (el dios oracular) nos dice que somos seres independientes, autónomos, racionales y empoderados gracias al conocimiento, el autoconocimiento y, principalmente, la regulación; mientras Dionisio (el dios animal) nos quema con el júbilo de la vida, la euforia y la danza irracional.

La tragedia griega, que se remonta al siglo VI antes de Cristo, es considerada por Nietzsche como una de las manifestaciones más relevantes a lo largo de la cadena de acontecimientos ocurridos a lo largo de la historia de la humanidad, por cuanto sintetiza esos dos principios antagónicos en una sola producción artística: hace confluir la proporción y el principio de individuación con la desmesura y el devenir de lo Uno primordial. Es como si la capa más constitutiva de la naturaleza cobrara por unos instantes las formas sofisticadas y detalladas de una escultura magnánima y heroica, de ademanes serios y proporcionados, que a la postre es despedazada y consumida en el olvido por la fuerza voraz de la cual inicialmente emanó.

Para ejemplificar, con casos memorables de la tragedia griega, Nietzsche nos menciona sobre todo las obras de los tragediógrafos Esquilo (526-455 a. C) y Sófocles (468-406 a.C). Los textos de Esquilo más reconocidos por lograr esa tensión apolíneo-dionisíaca son: Agamenón, Prometeo encadenado, Los siete contra Tebas, Euménides y Las suplicantes; por su lado, no es menor el talento de Sófocles, quien nos legó grandiosas piezas trágicas: Antígona, Edipo Rey, Filoctetes, Áyax y Electra. Pero queda un tercer artesano de la tragedia: el último y desafortunado de esta triada milagrosa de la gran síntesis trágica, en el que se encarna el final de esa tensión pues devino comediante, Eurípides (484-406 a.C), compositor de Andrómaca, Ifigenia entre los Tauros, Medea, Hipólito, Ion, El Cíclope y Las Bacantes. Nietzsche sostiene que el gran defecto de este autor fue otorgarle mayor preeminencia a los personajes y a la trama que a la música subyacente, puesto que quitó del horizonte el coro griego (el lugar de Dionisos). Esto, más el intelectualismo de Sócrates, marcarán el fin de un gran periodo artístico.

 Hay que recordar que para Nietzsche es precisamente esa fuerza elemental que cobra la denominación de principio dionisíaco la que subyace a toda constitución de “lo real”; en cambio, lo apolíneo es un conjunto de apariencias y ensueños producidos (imaginados y figurados) por la figuración prometeica humana, por cuanto se encarga de segmentar e individualizar la totalidad inexorable; con ello se enmarca lo normal, su conocimiento y la distribución de roles individuales. Todo demasiado banal, grandilocuente e impostado, diría Nietzsche.

Bajo este posicionamiento, tal vez demasiado forzado de las fuerzas apolíneas, se relega o se margina la posibilidad más fértil de la vida, la que desde esta perspectiva metafísico-estética, cobra la mayor de las relevancias, por ser esa fuerza descomunal y telúrica la que no se acalla y emerge como forma de expresión apasionada y delirante, deviene expresión animal y recobra el rostro sonriente de lo dionisíaco. La realidad (lo producido), en este sentido, sería la más contundente forma de teatro cuya continuidad se rompe cuando emerge el poder de lo subyacente y lateral. El arte, más que la ciencia y la filosofía (formas apolíneas por antonomasia), deviene para el joven filólogo de Basilea la respuesta más idónea frente a ese vacío existencial al cual el ser humano debe conectar para experimentar, aunque sea cada cierto tiempo, la fagocitante fuerza vital. Y, dentro del arte, será la música la candidata más adecuada para soportar el sino de la existencia; la música que evidencia el fulgor dionisíaco, donde el fondo musical cobra mayor preponderancia que la trama y la letra, puesto que se quebranta la contención y las artimañas de la cordura.

Son las festividades colectivas, pero no necesariamente las folclóricas, las llamadas a cumplir el rol de revelar el rostro dionisíaco de la vida. Nietzsche ejemplifica con las fiestas de la primavera. Pero en el siglo XX y XXI tenemos como ejemplos los rituales musicales de Woodstock en los 60, con los hippies; o las escenas rave en California, Detroit, en EE.UU ; o en Alemania e Inglaterra con la música electrónica en lugares undegrounds; festividades que se extienden desde el último decenio del siglo XX hasta nuestros días. Pero la pandemia trae consigo la emergencia de la producción, la conservación de la individualidad y la alarma de la extinción humana; por toda la tarea que trae consigo, es mal visto y se procura no dejar que el inexorable espíritu dionisíaco dance entre nosotros con esa sonrisa que rompe los proyectos apolíneos modernos.

*  Heber Leal es profesor de Filosofía, Magíster en Filosofía Moral y Doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Concepción. Coordinador del Núcleo de Formación General, Universidad Mayor.

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