Simone Weil: cultivar la atención desde la ausencia de lugar

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Andrea Fuentes-Marcel

La extensa escritura de Simone Weil se articula en torno a afirmaciones, muchas veces rotundas, que debemos entender como pasos experimentales que sondean la radicalidad de la experiencia. Es decir, examinan sus raíces para conseguir procesar dicha experiencia extrema no desde conceptos radicales, ni para llegar a formas de fundamentalismo alguno. Antes bien, se trata de exploraciones que nos dejan una riqueza, probablemente inabarcable, unas aperturas que transforman la semántica de nuestros discursos y nos disponen a un pensar alejado de convencionalismos.

La enorme capacidad liminar que caracteriza el pensamiento de Simone Weil le permitió construir inteligibilidad acerca de las experiencias radicales y extremas a las que quiso prestarse. Es por ello que para acceder a sus travesías nos parece apropiado hacerlo desde la raíz limen, umbral, en lugar de limes, límite; y al mismo tiempo observamos que su desplazarse por el espacio umbrío que se da entre cada concepto claro comportará, muchas veces, desvelar dichos conceptos como equívocos.

Asimismo, el pensamiento de Weil ilumina la instancia, difícil ya de pasar por alto, de centrar nuestra atención en el ámbito de las significaciones y en el necesario y arduo trabajo de transformar el mundo a partir de modificar lo que los seres humanos leemos en éste. Su búsqueda nos desvela una evidencia: lo que leemos no es otra cosa que las sensaciones que el mundo —mediante nuestro cuerpo— nos ofrece. La corporeidad pasará así a ser determinante en el experimentar y concebir las significaciones y habilitar las posibles transposiciones semánticas de los enunciados. No es sólo por la mano física al escribir que la corporeidad resulta determinante en la escritura, sino porque toda dosis de significación o ínfima verdad que se deposite en las palabras es obtenida a partir de las sensaciones que acontecen en el cuerpo. De aquí el alcance político de los cuerpos, del lenguaje, de los discursos disidentes en la conversación de las instituciones y en el interior de las plataformas asociativas. Hay que asumir que, sobre todo en colectividad, los dispositivos de poder en el lenguaje consiguen hacer que sean más reales las significaciones de los nombres, que las cosas mismas a las que aluden. Así, ocurre que por vía de una especie de paradoja —debida a que las significaciones nos atrapan como desde fuera, y a la vez no es sino del lenguaje que brota lo decible acerca de nuestra identidad, de los otros y del mundo—, el decir debe descifrar transponiendo constantemente significaciones, con una lucidez siempre más nueva, para ser eterna.

Tengamos presente asimismo que en colectividad se puede dialogar, pero no se puede pensar, como tampoco en grupo es posible realizar confiablemente una operación matemática elemental. La propia Weil en su ensayo de 1943 “La persona y lo sagrado”, explica el ejemplo de un niño que realiza una suma: si se equivoca su persona resalta en seguida y si, por el contrario, realiza la operación correctamente, su persona no cuenta para nada, pues lo que se evidencia es su adhesión al orden impersonal de las cosas.

En este arco de sentido, transformar el mundo es un trabajo sobre las significaciones que no puede ser llevado adelante por un yo personal que no haya accedido a la impersonal desnudez semántica y a lo que Weil, citando a Platón, llama pensar con el alma entera. El bien puro, la justicia verdadera, lo impersonal son nociones máximamente abstractas desde las cuales atisbar las auténticas aspiraciones compartidas de los seres humanos. La cultura laica moderna, en su legítimo separar la religión de la vida civil, ha debido pagar el precio de una intemperie glacial dado que, sin preverlo, en el mismo gesto quedaba omitida de la cultura la dimensión espiritual, que Weil considera ineludible para la composición en los planos múltiples que constituyen la política. El hecho de no haber identificado el bien sobrenatural con religión institucionalizada alguna no quiere decir, claro está, que su pensamiento carezca de una dimensión espiritual trabajada transversal y liminarmente, respecto a las diversas fuentes religiosas y a las relaciones que articula en territorios colindantes entre espíritu y política.

En su segunda gran obra, también escrita en 1943 en Londres, L’Enracinement, encontramos propuestas en relación a la formación y educación de los seres humanos, que ya no pueden ser acalladas ni distorsionadas. Weil considera que la única prevención contra el totalitarismo es una verdadera formación espiritual en niños y jóvenes, que se traduce esencialmente en la formación de la atención; esto es exactamente lo que quiere decir ‘cultura” en su discurso. En este sentido, su atención creadora se halla tan cerca de esa fuente de primer orden en lo político que es la facultad de la imaginación —tal como la concebirá en su joven madurez filosófica—, como lejana de formas delirantes ajenas a la realidad. Realidad que entiende como esencialmente rugosa y exenta de escenarios neutros: desde que se nace encontramos la fuerza en sus diversas expresiones, siendo la guerra su forma más extrema, pero también detectamos la fuerza en modos no tan evidentes, como las torsiones imprimidas en el lenguaje para que prevalezca una única lectura de la realidad. Entre estos dos polos, guerra y lenguaje, se despliegan diversas estrategias de dominio que sesgan y segmentan la vida colectiva, como es la opresión proveniente de ideologías y estructuras de discriminación del género, la fuerza ejercida por los determinismos tanto sociales como raciales y, asimismo, toda aquella fuerza que produce gran parte del desmedro existencial y climático en que nos hallamos inmersos.

Es la educación, como auténtico ejercicio de metaxy, intermedio e intermediario, de vínculos, de creaciones colectivas de sentido, de reciprocidades que implican todo el arco de cada vida particular y de las sociedades. La instancia educativa debe procurar que la atención pueda ser forjada fuera del tumulto de las mentiras, propagandas y opiniones, “estableciendo un silencio en el que la verdad pueda germinar y madurar: esto es lo que [los seres humanos] se merecen”.

La radicalidad experimentada por Simone Weil y la liminariedad de su pensamiento quedan manifiestamente expresadas en su vida y escritura. En una misma página suya encontramos la copresencia de dominios o áreas distintos puestos en juego. Y al mismo tiempo que dilucida y genera una cierta sensación de deriva semántica en el lector, está diciendo unas cuantas cosas que lo cambian todo y nos acercan quizás al presentimiento del bien puro y de la verdadera justicia. Bien que sólo podríamos recibir en una espera adecuada y compartida de ese bien común, de ese amor como atención máxima. Lo único que nos habilita para saber “leer” en cada situación cuál es nuestra acción justa es, pues, el cultivo de una extrema atención.

La mayor prescripción de Weil, su imperativo categórico, no es otra cosa que la posibilidad constante de atender a lo que hay y, al mismo tiempo, no hacer uso de la fuerza que efectivamente esté a nuestro alcance. Este modo de hacerse cargo de lo real va unido a otra prescripción weiliana expresada en 1941: sólo radicados en la ausencia de lugar, exiliados de toda patria terrestre, seremos capaces de ejercer un pensar que comprenda mejor. Que alcance más realidad gracias a un mayor radio de relaciones copresentes en el espíritu, pero sin ser sustraídos del mundo en que vivimos.

Revista El vuelo de la lechuza

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