Estallido común

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Jean-Luc Nancy

De la política, hoy, no queda nada.

De la política, hoy, queda todo.

No queda nada porque lo que definió el contenido de la palabra “política” fue tomado por una historia cuya reactivación y –sin duda– revisitación no pueden ser puestas en cuestión.

Esta historia fue en un inicio la que vio nacer a la polis: esto es, la forma que se dio a sí misma una colectividad reunida y gobernada por sí, y ​​no por una autoridad divina. La ciudad griega, como la romana, reposaba sobre una agitación de organizaciones teocráticas o tribales (con frecuencia entrelazadas entre sí), pero no sin que éstas mantuvieran aspectos muy importantes de las fuertes jerarquías estructurantes de las sociedades tradicionales, así como el dislocamiento de una parte de la sacralidad social en lo que podemos denominar (anacrónicamente) una religión civil.

El diseño general de la ciudad antigua ya no tiene ningún sentido para nosotros, porque ya se ha deshecho. La polis se formó, transformó y deformó con el movimiento de una civilización en profunda mutación, saliendo de la mera reproducción agrícola para esbozar formas de producción y de comercio que Marx denominó “precapitalistas”. Finalmente, se inventa la representación de otra ciudad, la de un Dios resueltamente fuera del mundo y frente al cual ninguna jerarquía ni dominación estructurante de la sociedad se sustenta.

La tarea de hacer el mundo –en el sentido del espacio de circulación del sentido–, a la que la ciudad tenía que responder, se divide en dos: por un lado, la transfiguración del mundo en el reino de Dios; por el otro, la configuración del mundo de los hombres. “Política” deviene así el nombre de un espacio por inventar: se llamará “república” (en todos los valores sucesivos de la palabra desde, al menos, Bodin), espacio de creación de sentido (de mundo) cuya consistencia y estabilidad (Estado) están aseguradas por la soberanía (la cualidad de origen y fundamento del “derecho público”). Una vez que la soberanía deja de ser identificada con una figura (real, por ejemplo) y pasa a ser la del “pueblo”, asume como tarea la configuración del espacio de dicho pueblo. A eso se le llama democracia.

En este punto, la política sufre una profunda fisura o herida [deiscência]: por un lado, la política permanece identificada con la República y el Estado, al mismo tiempo que el campo de su ejercicio y legitimidad se determina como “nación”, identidad supuesta y/o modelada; por otro lado, manteniendo las trazas de una instancia figurativa, autoritaria y separada, la política está destinada a anular su propia separación y a desaparecer en cuanto esfera distinta a fin de renacer inmersa en todas las esferas de la existencia común, a partir del ejercicio de la decisión (consejo, democracia directa).

La separación de “la política” no fue abolida ni verdaderamente mantenida. Lo que de hecho se produjo fue una impregnación de todas las esferas de la existencia común (esto es, tendencialmente, de la mera existencia, lo común del existir, humano y no humano, aquello de lo que la palabra “comunismo” tenía que ocuparse), tanto de esquemas infrapolíticos como suprapolíticos. Representaciones míticas y afectivas de destinos colectivos (abarcando al mismo tiempo enormes máquinas técnico-económicas) o representación del mantenimiento generalizado de una comodidad en la equivalencia general del valor de mercado. De una forma u otra, un mundo de completitud o saturación indefinida.

Es en este punto que no queda nada de política y que, por tanto, queda todo: la pregunta por la configuración de un espacio de circulación de sentido (también podemos decir: de sentido, por tanto, de circulación, sin completitud) es íntegramente planteada y abierta.

En esa apertura, al menos una señal parpadea: todas las formas de completitud o saturación –ideológicas y/o técnico-económicas– engendran desigualdades –deshumanizaciones, insensibilidades, locuras–, no sólo tan pesadas como las que alimentaron las antiguas jerarquías y sacralidades, sino, además, claramente desprovistas de toda apariencia de justificación natural o sobrenatural.

Es por eso que la política subsiste al menos como revuelta –aunque sea, cuando sea necesario, como revuelta contra la política. “Revuelta” no quiere decir “revolución”, en la medida en que esta última puede conllevar la proyección tanto de un retorno de la base de la política –con conservación de su estructura– como de una abolición completa de la separación de su instancia. La revuelta no promete tantos o tan grandes riesgos y es por eso que ella puede desconfiar incluso de la política revolucionaria. La revuelta reclama el hecho de que la existencia es insostenible si no puede abrir para sí espacios de sentido. Que eso no es posible mientras reine –en lugar de una circulación– la circularidad implacable de todo-lo-que-equivale-a-lo-mismo. Que este “reino” está desprovisto de toda clase de gloria y gracia, mientras que el otro, el del cielo, flota esquivo y deformado.

Subsistiendo como revuelta, puede que no subsista para nada; pero quizás sea necesario no pensar en términos de subsistencia, de resto o de sobrevivencia. Es sumamente necesario no esperar nada de la “política”, como si ella fuera el misterioso reservorio de no se sabe qué fuente oculta de sentido.

La revuelta sigue denunciando “el espíritu de un mundo sin espíritu”, incluso si ya no entiende esa palabra de la misma manera. Sin espíritu: no sin “espiritualidad”, sino sin la vivacidad de los signos y gestos por medio de los cuales uno sólo existe.

La revuelta, sin embargo, no explica cuál sería la vivacidad de una existencia abierta a sus posibilidades. La revuelta no discursea, ella estalla [estronda]. ¿Qué quiere decir “estallar”? Es casi una onomatopeya. Es gruñir, bramar, rugir. Es gritar, es murmurar, quejarse, gemir, indignarse, protestar, enojarse en muchedumbre. Se gruñe solo, pero se estalla en común. El común estallido, es un torrente subterráneo que pasa por debajo haciendo que todo se estremezca.

Revista Disenso, noviembre 2021 (Traducción por Gonzalo Díaz-Letelier).

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