Sobre la enseñanza de la lengua y el normativismo

Javier Gallardo Urrutia

Si se hace el ejercicio de examinar los contenidos y fundamentos que sostienen la enseñanza de la lengua en nuestro país y, sobre todo, de los contenidos que los docentes del área imparten en sus clases de manera casi universal, se pueden encontrar al menos dos causas directas que explican el bajo nivel de competencias verbales que presenta una buena parte de la población, en particular, un amplio sector de la población en edad escolar. La primera de estas causas parece radicar en la definición misma de lengua con la que se opera en el ámbito de la educación, esto es, la lengua entendida (como lo pensaba Saussure, el célebre lingüista ginebrino) como un sistema de signos que debe ser estudiado de manera autónoma, no vinculado al pensamiento ni a la comunicación. Con respecto a los planos gramatical y léxico, por ejemplo, esta mirada ha conducido una y otra vez a que se los conciba y enseñe como un conjunto de formas a clasificar que nada tienen que ver con la producción y recepción de enunciados reales o, para hablar en términos de los objetivos programáticos del área, nada tienen que ver con el desarrollo de la escritura, la lectura y la oralidad en el marco de la comunicación humana.

Un poco de contexto. Cuando se introdujo el cambio curricular que transformó la tradicional asignatura de Castellano en Lenguaje y Comunicación, se buscaba precisamente reparar aquel error, vinculando explícitamente la lengua con su función real en la sociedad como sistema de comunicación y medio de expresión del pensamiento. Era lo razonable, sin embargo, la reformulación de la asignatura se hizo más bien en desmedro del lenguaje que para complementarlo con la comunicación, y el costo mayor lo pagó la nunca bien ponderada gramática. No debiese sorprendernos que se haya toma tal decisión; su lógica fue simple y brutal: frente al hecho constatado y general de que los estudiantes no aprendían a escribir o hablar mejor por medio del conocimiento gramatical, se debió concluir que había que reducir al mínimo la presencia de esta en los programas de la asignatura reformada, “recomendando” su tratamiento solo como una actividad complementaria y esporádica (cuestión que cualquiera puede verificar revisando los textos de Lenguaje y Comunicación  para la enseñanza básica de los últimos 20 años) a fin de no provocar la desmotivación por la asignatura y el tedio durante la clase. Se optó por el camino fácil, qué duda cabe; otra cosa hubiese sido orientar los esfuerzos pedagógicos, partiendo del mismo diagnóstico, hacia la reformulación del modelo de enseñanza de la gramática, presentándola ya no como esa compleja y, en algún sentido, inútil taxonomía a memorizar, sino como un recurso teórico-práctico que sirviera al desarrollo de la expresión verbal y al crecimiento intelectual de los y las estudiantes. 

La segunda causa está estrechamente ligada con lo anterior, aunque pertenece a un plano, digamos, más estructural.  Pese a que en la prédica el desarrollo del pensamiento crítico es presentado como un objetivo transversal de la educación, cuando se trata del lenguaje, los educadores parecen cerrar filas en torno al normativismo, doctrina que se ubica precisamente en las antípodas del pensamiento crítico y que convierte al profesor de lenguaje en un mero agente de la dominación cultural, casi en un inquisidor, esto es, un funcionario contratado para imponer un modelo de lengua y sancionar a quienes no se cuadre con ella. Idealismo conservador en estado puro que pretende igualar los usos y costumbres lingüísticas de la clase dominante con los usos deseables.

En coherencia con la doctrina antes señalada, lo cierto es que en Chile la institución educativa continúa aferrada a la enseñanza de la modalidad hegemónica del español, igualando este acto, burda y falazmente, con el desarrollo de competencias lingüísticas y comunicacionales. Esto explica por qué una de las prácticas más comunes entre profesores y profesoras de lenguaje, tanto en aulas escolares como en las universitarias y otros espacios de formación y difusión, es convertir sus clases en reductos de modelación de conductas verbales en base a la imposición irreflexiva de normas ortográficas y discutibles reglas de redacción (que no se discuten), didáctica prescriptiva que los docentes más avezados o, si se prefiere, los más compenetrados con el espíritu marquetero de la época, adornan con pintoresquismos del lenguaje para hacer más atractivo el discurso normativista y, con ello, evitar el rechazo de los estudiantes.    

A propósito de esta reflexión, resulta interesante incorporar al análisis las tensiones, por así llamarlas, implicadas en la definición de las políticas lingüísticas locales, una vez que se conformó la Asociación de Academias de la Lengua Española como la nueva entidad (autoridad) académica (en la que la RAE ocupa un escaño “en igualdad de condiciones”) de la cual emanarían en adelante los estándares que rigen, categorizan, premian y discriminan las conductas lingüísticas de los 475 millones (aprox.) de personas que actualmente hablan español, sin incluir a las más de 70 millones que lo hacen como segunda lengua. Las mencionadas tensiones se hacen evidentes cuando, pese al establecimiento en el discurso oficial de una lógica de paridad, la modalidad peninsular, aquella que representa la academia española (y en esto hay que entender la modalidad culta del centro-norte de España), ha mantenido a lo largo de los años su preeminencia sobre las otras 21 academias. Al respecto, es conocido, por ejemplo, el papel meramente consultivo que tuvieron hace algunos años las academias americanas en la elaboración del Diccionario Panhispánico de Dudas.

Por otro lado, resulta evidente la paradoja que subyace a la ingeniosa frase “Unidad en la diversidad” que la Asociación de Academias ha levantado como su lema. Cómo se define qué nos une y hasta dónde podemos ser diversos cuando en las salas de clase de todos los niveles de la educación chilena (espacio donde finalmente se materializan las políticas lingüísticas), se continúan utilizando los textos de la Real Academia Española como fuente única e infalible de consulta; o cuando la autoridad exclusiva e incontrovertible en materia léxica citada en los Tribunales de Justicia chilenos es su famoso diccionario (el DRAE), en circunstancias de que, con todo y su innegable valor, se trata de una obra general que no tiene el carácter panhispánico que inspira a la Asociación; o cuando los medio de comunicación, y no pocos profesores, siguen difundiendo la absurda idea de que una palabra no existe si no está incorporada allí.

En el mismo sentido, no dejan de llamar la atención las palabras de don Alfredo Matus, destacado lingüista y profesor de la Universidad de Chile, cuando hace algunos años, siendo todavía director de la Academia Chilena de la Lengua, afirmó en la presentación del Diccionario Panhispánico de Dudas que “…la Asociación de Academias de la Lengua Española, (estaba) encabezada con venerable sapiencia por la Real Academia Española…”. Viene siendo hora ya de acabar con aquel encabezamiento y la veneración, ¿no?, y establecer de una vez por todas el respeto mutuo y la horizontalidad, la independencia cultural que hace tantos años pregonaban con cristalina lucidez Los Prisioneros y que en materia de lengua habría que considerar como una tarea imprescindible si queremos llevar al país a un estadio superior de desarrollo (el verdadero, no el neoliberal). 

La pregunta es: ¿qué podemos hacer para superar este problema? Evidentemente, no hay receta. Se podría comenzar, sí, con la  revisión crítica de los criterios a partir de los cuales fueron diseñados, siguiendo las pautas de instituciones como las aquí referidas, tanto el Currículum Nacional en el área de lenguaje, como los numerosos programas de alfabetización académica o nivelación de competencias para la educación superior que existen en el país, y antes que todo aquello, la revisión crítica y autocrítica del quehacer concreto en aula que llevamos a cabo todos y todas quienes nos dedicamos a la enseñanza de la lengua en el nivel que sea. Solo eso implicaría una mejora sustantiva del estado de las cosas. Por ahora, sin embargo, el panorama no se ve muy auspicioso para que se produzcan los necesarios cambios y las señales ambiente parecen indicar que no se trata de una problemática a la que se le asigne demasiado valor. Quizá se deba a esa costumbre chilena tan arraigada de sentirnos seguros y cómodos con las figuras de autoridad.

Por supuesto, no es justo generalizar; hay excepciones, profesores especialmente que, a riesgo de incomodar a jefas y jefes de unidades técnicas y direcciones de departamentos, se rebelan frente a la corriente del conservadurismo normativista y practican la enseñanza de la lengua como lo que debiese ser: un espacio de apertura mediante el lenguaje al desarrollo del pensamiento y al fomento de la expresión y la creatividad. Es cierto, algunos académicos e investigadores universitarios también dedican sus esfuerzos a aquello; no obstante, suelen ser subestimados por sus colegas (esos que escriben dos papers mensuales sobre, según ellos, temas “más profundos” y propios de las ciencias del lenguaje) o, aunque no lo sean (la glotopolítica, el campo del conocimiento que se dedica a estas cuestiones, se ha validado mucho en los últimos tiempos), quedan encapsulado en círculos muy restringidos e inorgánicos, la mayoría de las veces sin posibilidades de influir en los espacios de toma de decisión.

En síntesis, más allá de los discursos, mientras la enseñanza de la lengua continúe en los hechos anclada a las directrices normativistas establecidas en un sistema educativo que no entiende la urgencia de una renovación, de un cambio de perspectiva, o para decirlo de manera más directa, mientras el sistema educativo continúe en el fondo despreciando el valor del pensamiento crítico, aunque como slogan afirme lo contrario, y despreciando también, que es lo más grave, el potencial de los y las estudiantes, los resultados seguirán siendo deficitarios.

No se trata, en todo caso, de un cambio de perspectiva que desconozca la función de la institución educativa como responsable y guía para la enseñanza de la lengua, no podría situarme más lejos de aquello; soy de los que creen y defienden el rol central del estado respecto de la educación, no solo en cuanto a garantizar el acceso universal, sino que además en cuanto a proveerla gratuitamente y con altos estándares de calidad. Lo que sostengo es que ya es tiempo de que el sistema educativo, y todos quienes participamos en él asumiendo la responsabilidad de enseñar lengua, o de guiar procesos de aprendizaje, o de estimular el desarrollo de competencias verbales, o como se desee llamar a nuestra función, entienda que las lenguas tienen estructuras y reglas de funcionamiento, pero no son estructuras y reglas de funcionamiento, y que hacer clases sobre lenguaje es más que hacer clases sobre un sistema de comunicación codificado por medio de un alfabeto, un léxico, una gramática y un sistema fonológico, es también hacer clases sobre pensamiento, sobre filosofía, sobre creatividad, sobre política en un sentido profundo y sobre mucho más.

Es verdad, vivimos en el mundo real, y en el mundo real existen reglas que conviene seguir, pero aun teniendo conciencia de eso, un profesor de lenguaje jamás debiera olvidar que en materia de lengua la soberanía no se encuentra en la academia ni en los académicos, ni encerrada entre las cuatro paredes de una biblioteca, es decir, la soberanía lingüística está allí, pero también está aquí, está ahí afuera, está en todos lados, la podemos ver y oír a diario, la podemos leer, la podemos escribir, la podemos recitar y declamar, la podemos gritar y la podemos callar, la soberanía lingüística está en el conjunto de los hablantes, de los escribientes, de los oyentes, está en todos y todas quienes componemos la sociedad y nos comunicamos por medio del lenguaje.

Javier Gallardo Urrutia es Licenciado en Lengua y Literatura Hispánica , escritor y profesor.

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