Por Gonzalo Herrera G.
En el último decenio hemos sido testigos en nuestro país de acelerados cambios políticos y culturales, secuela de una creciente percepción de abuso y abandono que se anidó en el sentir ciudadano, en un contexto de severa crisis de representatividad e ineficacia gubernamental en las que derivó nuestro sistema democrático. El estallido social de octubre/19 precipitó entonces la opción de poner fin a un modelo de autoridad, vigente prácticamente en toda nuestra historia republicana, en que independientemente del signo político de cada gobierno, con la excepción del periodo 1970-1973, los poderes del Estado fueron administrados con un incuestionable sesgo de clase, apelándose incluso al uso de la fuerza militar en momentos en que dicha hegemonía
se veía amenazada. La Constitución de 1980, reformada varias veces ya estando en democracia, mantuvo enclaves autoritarios impuestos por la dictadura, de manera que la toma de decisiones estratégicas continuó hasta ahora en manos de la élite político-económica, situación que podría cambiar finalmente con el proceso constituyente en marcha.