Gonzalo Herrera habla sobre Fidel Castro

 

Gonzalo Herrera, uno de los intelectuales que, en el Chile de hoy, ha hecho un significativo aporte a las reflexiones del laicismo, columnista de nuestra página web, no ha estado al margen de las opiniones que ha suscitado la muerte de Fidel Castro, y que compartimos con nuestros lectores.

A pocas horas de la muerte del líder de la revolución cubana – dice Gonzalo Herrera -, es difícil sintetizar pensamientos y emociones sobre su persona y su actuar político, sobre su capacidad de hacer soñar, en su momento, a millones de jóvenes con una América Latina liberada de la opresión imperialista, y el rol que la historia finalmente le otorgó. Situado en el vórtice mismo de la Guerra Fría, encabezó un proceso de profundas transformaciones sociales y económicas en Cuba, debiendo soportar la agresiva política económico-militar de EE UU.

En los próximos días, vamos a escuchar cientos de opiniones que ensalzarán su personalidad o que lo denigrarán como un tirano y violador de los derechos humanos; es normal que figuras que han ocupado posiciones tan estratégicas en momentos de máxima tensión mundial, sean vistas a través del lente monocromo de los ideologismos, o simplemente del prejuicio. Pero ello no proporcionará a las generaciones jóvenes una idea veraz del hombre-mito, de la trascendencia de su trayectoria como político, gobernante y revolucionario, ni de sus reales luces y sombras.

Hay que reconocer – plantea Gonzalo Herrera – que el sustantivo revolucionario cuesta entenderlo en el contexto del actual modo de vida en Occidente, donde los problemas políticos se resuelven democráticamente, sobre la base de elecciones libres, donde la expresión ciudadana adquiere valor precisamente porque existen los canales de comunicación entre la esfera estatal y el ámbito social. A lo menos así es en teoría. Sin embargo la realidad del mundo era completamente diferente en la mitad del siglo pasado. Particularmente en Centro América y el Caribe, y de manera no muy disímil al resto de Latinoamérica, los países monoproductores de cultivos agrícolas, comerciaban sus commodities a bajo precio con EE UU y Europa, acrecentando la riqueza de las compañías exportadoras, mayoritariamente de propiedad estadounidense, perpetuando el subdesarrollo de campesinos e indígenas que, inmersos en la subalimentación y el analfabetismo, no vislumbraban esperanzas de que sus descendientes pudieran alcanzar una mejor condición de vida.

En 1954 – nos recuerda -, la United Fruit Company, dueña de gran cantidad de tierras, de ferrocarriles y del puerto de Guatemala, con el apoyo de la CIA, había derrocado mediante un golpe de Estado al presidente democráticamente elegido, Jacobo Árbenz Guzmán, acción que tuvo gran repercusión en toda América Latina. La explicación que dio EE UU fue que se trataba de un “gobierno comunista”. La verdadera razón: la decisión del mandatario guatemalteco de llevar a cabo una reforma agraria. Aquella era la perspectiva de todo gobierno del “tercer mundo” que osara limitar la acción de los inversionistas norteamericanos.

Fidel Castro llegó a poner fin al corrupto régimen de Fulgencio Batista, una de las dictaduras más sangrientas de Latinoamérica, con un número a lo menos de 20.000 víctimas políticas durante los siete años que se mantuvo en el poder. Además de la exportación de azúcar, en manos de empresas estadounidenses, entre las principales la ubicua United Fruit Company, el régimen de Batista obtenía grandes ingresos de un proyecto conjunto con la mafia ítalo-americana, que había convertido a La Habana en un gran centro de negocios, juego y prostitución, con hoteles y casinos que acogían a lo más granado del servilismo latinoamericano hacia la potencia del Norte.

Tempranamente – dice Herrera  -,, apenas 18 meses después de la derrota militar y de la huida de Batista hacia Santo Domingo, EE UU impuso el más estricto bloqueo económico, financiero y comercial sobre la isla, en represalia por la reforma agraria iniciada y la posterior nacionalización de monopolios de propiedad de ciudadanos estadounidenses. Esto incluía el embargo de más de 400 millones de dólares, cifra desorbitante para Cuba en moneda de la época, ilegalmente depositados en bancos de EE UU por las autoridades depuestas. Un informe del Departamento de Estado informaba en 1960 que la mayoría de la población apoyaba a Castro y que lo más eficaz para combatirlo era provocar “el descontento y el desaliento basados en la insatisfacción y las dificultades económicas». Esto se vio corroborado al año siguiente, con la desastrosa invasión en Bahía de Cochinos, en que cubanos exiliados, fuertemente armados por EE UU, debieron rendirse ante la fuerza militar cubana, sin que se produjera el “levantamiento popular” contra Castro, al que había apostado la CIA.

Lo anterior significó que Fidel buscara el apoyo de la ex Unión Soviética, que le proporcionó ayuda militar y económica. Es allí donde Cuba se ubica en el punto más caliente de la Guerra Fría, valga el oxímoron. La crisis de los misiles en 1962, por el descubrimiento de bases de misiles nucleares soviéticos en la isla, con capacidad de destruir todo el sur de EE UU, mantuvo al mundo en aquellos días al borde de la hecatombe nuclear, obligando a Kruschev y a Kennedy a llegar a un entendimiento secreto, mediante el cual la URSS se comprometía a retirar sus misiles de Cuba, mientras EE UU haría lo propio con sus misiles en Turquía. Lo único que obtuvo Cuba de esa crisis fue la avenencia de Washington para no invadirla.

Estos relevantes hechos – sigue Herrera – provocaban mucha tensión en un pueblo cubano atemorizado y exhausto. Como en todo régimen revolucionario, pronto surgiría la paranoia del “enemigo oculto”, dando paso a la etapa más oscura del gobierno castrista. Delaciones, prisión simplemente por manifestarse disidente del régimen, paredones de fusilamiento a los “traidores” y el exilio forzoso para miles de personas, que incluían antiguos camaradas combatientes de Sierra Maestra e intelectuales, profesionales y gente común.

La megalomanía de pretender “exportar la revolución”, trasgrediendo la propia matriz teórica del marxismo, fue otro error en el proceso cubano de construcción del socialismo. Incluso la prolongada visita de Fidel al Chile de la Unidad Popular, pretendiendo adoctrinar a las masas con un discurso en tono “patria o muerte”, fue negativo en el duro trance que vivía Allende por sacar adelante su programa para alcanzar un país más justo, igualitario e independiente, respetando la Constitución Política, frente a sectores que, en connivencia con el gobierno estadounidense, no vacilaban en destruir la democracia para poner fin al gobierno legítimamente constituido.

La caída de la URSS en 1991 significó un nuevo impacto socioeconómico para Cuba, principalmente en lo referido a comercio e intercambio de alimentos. La reducida base económica de la isla producía una limitada cantidad de rubros, destinados también a escasos destinatarios del área socialista. De la noche a la mañana dejó de percibir 5 mil millones de dólares de la economía soviética, en envíos en que el petróleo ocupaba el primer lugar. El comercio doméstico cayó en un 80%, provocando un brutal deterioro en las condiciones de vida de la población, lo que provocó un masivo flujo migratorio de gente desesperada que, en balsas u otras precarias embarcaciones, desafiaba al mar y a los tiburones, para alcanzar las costas de Florida, que para esas personas  significaba “la libertad”.

Lo que nadie podrá negar de Fidel fue su coraje y tenacidad para liderar su revolución – afirma Herrera -. Su ejemplo como transformador intransigente de una realidad oprobiosa para un pueblo, su convicción de que un país no por ser pequeño y dependiente deba renunciar a luchar por su dignidad y autodeterminación. Qué esclarecedora para nuestra realidad es la demostración empírica de que avances esenciales y estratégicos como son el derecho a la educación y a la salud pueden llevarse a cabo, de manera fructífera y efectiva, aun no gozando de grandes recursos económicos, cuando los políticos se comprometen con cambios reales y visión de país, y no se embrollan en reformas gatopardistas, cruzados por intereses bastardos y defensas corporativas.  El estilo de Fidel pertenece ya a otra época, no así sus principios, difuminados en no pocas ocasiones por el fragor de la lucha y la inclemencia del adversario, de libertad, soberanía e igualdad por los cuáles luchó durante más de medio siglo.

Lo que nos deja la experiencia cubana – concluye Gonzalo Herrera – es, una vez más, la incógnita de la justa ecuación entre libertad e igualdad, que a todas luces parece instalarse más en el ámbito de regímenes democráticos de gobierno que en proyectos autocráticos, en los que, limitadas las libertades individuales y políticas, tampoco se garantizan pasos efectivos para disminuir las desigualdades materiales y culturales. Por otro lado, cuando las democracias se muestran ineficaces de resolver urgentes necesidades de amplios sectores sociales postergados por una mala distribución de la riqueza, privilegiando la “libertad” del modo que la entienden los grupos de élite, se crea la percepción de que la democracia no es más que un fetiche, trivializando su valor intrínseco, viéndose gravemente vulnerada ante los cantos de sirenas del populismo.

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