Murió, y el silencio fue su compañero: ¿la lealtad debe ser a ultranza?

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Edgardo Hidalgo C. Edgardo Hidalgo Callejas

A fines de diciembre del 2023, mientras en todo el mundo se celebraba el nacimiento de un niño que, con amor, cambiaría el mundo de pasiones, odios, poder ilimitado y miseria, proponiendo una nueva religión, en una pequeña ciudad del sur de Chile moría un hombre, sólo rodeado por su familia más próxima. Fue militar y, para su desgracia, le tocó vivir una etapa de su existencia en conflictiva contradicción con sus más caros valores inculcados por su familia.

De pequeño quiso ser piloto de avión, fue el sueño de toda su infancia. En su juventud no dudó aprovechar una oportunidad para enrolarse en el ejército, lo cual le abrió la posibilidad de hacer el curso de piloto, pero de helicóptero. Este muchacho era muy inteligente y le bastó poco tiempo para ser reconocido y ascendido en la escala de la oficialidad.

Se casó y ambos vivieron años felices, junto a sus hijos. Un día en Chile todo cambió y las fuerzas armadas, más bien sus altos mandos, decidieron tomarse el poder en aras de los “mayores ideales de la patria”.

El ejército chileno es muy profesional y la lealtad es uno de los valores que más se reconoce, se proclama y se exige a cada soldado. Pero a él, a poco andar, le cambiaron el paradigma inculcado en la academia referente a la defensa del país ante cualquier pretensión extranjera; ahora los altos ideales cambiaron de giro y el enemigo estaba adentro: eran otros malos chilenos que se atrevían a pensar distinto. Para ellos Chile estaba dividido en dos posiciones extremas: 1. estar con las fuerzas armadas (y en un plano silencioso el poder económico y la extrema derecha política), 2. ser comunista terrorista y antipatriota. Oficialmente no se concibieron posiciones intermedias y estaba prohibida toda manifestación ideológica.

El ejercito ya no fue para defender a Chile de potencias extranjeras, la lealtad a ultranza era para con los mandos que se tomaron el poder y que declararon una guerra interna a la disidencia.

Disciplinadamente este piloto de helicóptero fue cumpliendo todas las órdenes que, seguramente, cada día se alejaban más de los valores que sus padres le inculcaron.

Las tareas encomendadas, muchas veces alejadas por largos periodos de su ciudad y de su casa, fueron desintegrando la familia hasta su ruptura total. Siempre son los hijos quienes sufren sin saber por qué, pero llegando a la adolescencia podrían tener sus propias respuestas respecto de las razones de esta ruptura. Y así fue.

Un día le dijeron: “mañana debes tener el helicóptero listo a las 5 AM.” “Esa es la orden. Se te informará el destino cuando partamos”.

Sentado y listo para volar esperaba a sus pasajeros, y los vio venir cuando en la penumbra del amanecer aparecieron muy silencios. Subieron rápidamente a varios prisioneros y el que mandaba dijo:” Vámonos”. Ante la pregunta del piloto “¿Con que rumbo?”. La respuesta fue corta y firme: “Hacia la costa”.

Intuía algo, pero no podía detenerse a pensar. Simplemente voló. Los posteriores días fueron horribles, dormía mal, no conversaba con nadie, no tenía apetito. Pero su mente se aferraba a su juramento de lealtad al ejército de su querida patria.

Durante los siguiente meses y años repitió este ejercicio con el “profesionalismo que su juramento le obligaba”.

Se volvió a casar y fue padre de varios hijos más. Su esposa siempre calló cualquier conversación sobre el tema, y lo fue cuidando mientras el alcohol aturdía su conciencia, juez implacable que todos llevamos dentro. Llegó el momento que debió retirarse del ejército y –peor aún- de su helicóptero. No tenía fuerzas para sobreponerse al alcohol, único rincón de su alma que lo mantenía sobreviviendo, ello agravó también su alejamiento de sus hijos, especialmente de los mayores.

Se fue al sur de Chile, a un pueblo chico donde dejó de beber y se refugió en su casa y familia, seguramente único motivo para seguir viviendo. Decía, a veces, que su cariño mayor eran sus hijos, pero en el diario vivir no sabía comunicarse con ellos, tal vez no podía mirarlos a los ojos. Se consumió en su silencio y su vejez, con todos los dolores corporales de la senectud, además de los dolores del espíritu que la conciencia le imponía.

El cáncer se instaló en su cuerpo y el vicio del cigarrillo, que nunca quiso dejar a sabiendas del daño, fueron degradando su cuerpo hasta que un día de diciembre murió.

El día del funeral y camino a la cremación, como fue su deseo, solo llegaron sus familiares más cercanos – hermanos y primos- y varios de sus hijos de ambos matrimonios; pero no todos, algunos de ellos nunca terminaron de procesar la relación de amor y reproche con su padre. Hasta ese momento tampoco los hermanos de ambos matrimonios se habían relacionado entre sí porque su padre nunca lo permitió, sin dar razón alguna.

En esa mañana sureña, fresca y nublada, ningún amigo o conocido, se hizo presente.

Toda conducta siempre tiene una explicación, o razón de ser.

¿Qué es la lealtad?, ¿Qué valoración poderosa debe impregnarnos para serlo contra toda la educación recibida, los valores inculcados, el respeto de su propia familia y el entorno social?

Creo en el valor de la lealtad hacia la familia, hacia su colegio o universidad, hacia la empresa que le da trabajo, hacia su fe religiosa, etc. es un valor que da sustento a nuestra vida en la sociedad, pero ¿hasta qué punto podemos ser leales y cuándo podríamos “ya no serlo”, sin ser traidores?

Creo, sin duda, que la lealtad debe estar sustentada en valores, pero valores que enaltezcan nuestra acción. Ahora bien, si en aras de este valor te piden hacer cosas que están en contraposición con tus principios éticos, tenemos el derecho de dar término a este compromiso espiritual. Los valores sustentan nuestro deber ser, por tanto, deben estar por encima de la lealtad que es solamente un compromiso social. La lealtad lo es con alguien-persona o institución- que sustenta esos mismos valores. La lealtad debe ser, incuestionablemente, en ambas direcciones y si una cambia, los olvida, o los tuerce, podemos quedar libres para retirarnos de este compromiso. Nadie tiene derecho a exigir lealtad, si ella misma no  lo cumple y se aparta del camino acordado.

Esta disquisición en este caso no la hacen ambos, amistosamente, sino sólo uno de ellos, con el poder de ser juez y parte. Esto podría interpretarse como una excusa fácil; pero en otros casos se tuvo la valentía de optar por los principios propios con las consecuencias que todos conocemos.

La conciencia es el conocimiento del bien y el mal que los seres humanos tienen en su mente, para los cristianos la facultad que nos dio el “comer del árbol prohibido en el paraíso”; como sea, en definitiva, es un juez implacable que muy dentro de nosotros nos señala el camino correcto y, además, este juez no permite el perdón. En este caso, la respuesta fue su propia y lenta degradación espiritual, dentro y fuera de su propia familia.

Finalmente, podemos deducir que el ejército no se hace cargo de ese pasado y por ello solamente una corona llegó hasta el ataúd, en el silencio de una pequeña iglesia, anónima en el sur de Chile: ninguno -en su representación- se hizo presente en el funeral. ¿Cómo podemos interpretar esto? Tal vez ya no importa y el devenir de Chile sigue su curso por otros rumbos de su historia, aunque para algunos es un presente que no se olvida, es una puerta que no se puede cerrar.

Construimos nuestras vidas y cosechamos lo que sembramos.

Basada en hechos reales.

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