Habrá nueva Constitución?

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Columna de Opinión

¿Habrá nueva Constitución?

Gonzalo Herrera

El senador Guillier se mostró partidario de que el anunciado proyecto de reforma de la Constitución sea endosado al gobierno venidero, en caso de no “madurar” un acuerdo al respecto. No se pronunció sin embargo respecto a cuánta decisión pondría en esta materia, en caso que llegara a encabezar el próximo gobierno.

El riesgo, sin embargo, es que no existen garantías de que la próxima administración mantenga la decisión de redactar una nueva Carta Fundamental o, al menos, de introducir cambios sustantivos a la actual, inclusive si el nuevo presidente fuera de la Nueva Mayoría.

Lamentablemente, ambos conglomerados políticos, con el mismo bajo respaldo que el gobierno, lejos de hacerse cargo de la crisis de credibilidad que afecta a todos los que cumplen funciones de representación popular, están por ahora dedicados a barajar candidaturas, que les abran posibilidades a algunos de mantenerse en el poder, o de recuperarlo a los otros. Toda la energía se concentra en elaborar estrategias, si vamos a primarias o derechamente con un candidato a primera vuelta, y nada de debate en torno a ideas que permitan vislumbrar una salida a los graves problemas que afectan al país, ni menos un intento serio por llevar esas consideraciones a la deliberación pública. Los escándalos de las grandes empresas, el involucramiento de parlamentarios en acusaciones de cohecho, la constatación a diario de privilegios que favorecen a la élite y sus cercanos, son temas que no existen para los políticos, provocando más rechazo que adhesión a los partidos y sus eventuales candidaturas, incubando en amplios segmentos posturas “anti”, que serán luego pasto propicio para aventuras populistas.

¿Cómo se puede evadir, con tanta liviandad, de cara a un proceso eleccionario tan decisivo, un debate sobre la responsabilidad que le cabe a un presidente, a un parlamentario, a un futuro gobernador regional o a un alcalde, en consonancia con una república democrática, como lo establece el artículo 4° de la actual Constitución? Porque está claro que el país ya no podría seguir soportando el financiamiento ilegal de la política, la corrupción en la extensa interfaz negocios-confección de leyes, el raquitismo de los sistemas de control del Estado, la oculta y preocupante venalidad en muchos municipios, o la falta de coraje para endurecer las penas contra la corrupción. Que son hoy, en este momento, parte de las grandes demandas ciudadanas. Y que justamente podrían enfrentarse de manera integral a través de una amplia y participativa discusión en torno a una nueva Constitución.

 

La mayoría de los políticos, sordos u obnubilados por el poder, desconocen o menosprecian el significado real de una república. En las antiguas monarquías, el gobernante era investido en su poder por un representante de la autoridad divina, y respondía de sus actos ante esa misma figura divina. El concepto de república (res pública = cosa pública), determina que es el pueblo quien tiene la soberanía para elegir a sus líderes, al cual representan durante un tiempo determinado. O sea, el poder se lo deben a los ciudadanos. Entonces, el enojo de la gente surge cuando se constata que aquel ciudadano elegido responde a “intereses particulares”, identificados con grupos o sectores que probablemente invirtieron mucho dinero en su campaña, y no a los intereses generales, lo que podríamos llamar el bien común.

Sólo como ejemplo, la Fiscalía sigue investigando la implicancia de senadores de todos los sectores (UDI, RN, DC y PS), acusados de financiamiento ilegal de sus campañas políticas, que, en 2012, durante la tramitación de la Ley de Pesca, votaron obsecuentemente y en bloque disposiciones privilegiadas y abusivas a favor de la industria pesquera (hay indicios que varios artículos del proyecto fueron redactados por las mismas compañías interesadas, en desmedro de la pesca artesanal). Corroborando esto, hoy hemos conocido la renuncia del subsecretario de pesca, al que una investigación periodística ha acusado de otorgar “favores” a aquellas mismas grandes empresas pesqueras.  

En la lógica de mercado que impera en nuestra sociedad, hoy los votantes, más que ciudadanos, son meros “consumidores políticos”, y la mejor parte se la llevarán, como en la transacción de cualquier activo, quienes posean mayor “solvencia adquisitiva política”. Es esta aplastante realidad la que provoca la mayor desconfianza en las instituciones políticas y la decisión de mucha gente de abstenerse de participar en los procesos electorales.

La “captura” de políticos por parte de poderes fácticos, invade también el campo de la libertad de conciencia y las ideas religiosas. Nuestra concepción laica del mundo responde a la constatación de paz social y otros logros históricos alcanzados por las sociedades modernas en su proceso de dotar de autonomía a los individuos frente al propósito de sometimiento por parte de religiones, ideologías o creencias, cualquiera que sea su origen o inspiración. Así se alcanzó el derecho a la libertad de conciencia y la autodeterminación del ser humano, oponiéndose a toda pretensión de implantar —o restablecer— en la res pública un régimen normativo que, en nombre de una religión, una ética o una filosofía, procurase imponer una sola concepción de Bien, o una visión totalizante de moral.

La ambigua separación entre las iglesias y el Estado establecida en la Constitución de 1980 y sus modificaciones, que no hizo sino continuar —sin profundizar— con la declaración de “separación de la Iglesia y el Estado” de 1925, no ha logrado terminar con el constante acoso, principalmente de la Iglesia católica y de algunas denominaciones protestantes, sobre las instituciones del Estado, exigiendo la primacía de sus propios valores en la sociedad, al mismo tiempo que ocultan vergonzosas complicidades, manteniendo silencios institucionales respecto a la moral sexual de sus clérigos y la avidez, especialmente de su jerarquía, por la riqueza terrenal. Esto no las ha inhibido de montar agresivas campañas publicitarias para cohesionar a sus creyentes en torno a dogmas que estigmatizan demandas profundamente sentidas en la sociedad, por ejemplo la despenalización del aborto por causales específicas o el matrimonio entre personas del mismo sexo.  

Bien sabían los enemigos de una democracia participativa el efecto que provocaría en el tiempo la eliminación de la asignatura de educación cívica del currículo escolar. En 1997 es suprimida como asignatura independiente, transformándola en objetivo transversal dentro del concepto de Formación Ciudadana. Lo desafortunado de tal decisión, tomada en la lógica primaria del “desarrollo económico”, impulsada por tecnócratas que desde la recuperación de la democracia (el antes sería materia de otro análisis) han mantenido el monopolio en la definición de políticas de educación, se viene a comprobar veinte años después, cuando la mayoría de la población no logra relacionar los problemas estructurales que la aquejan con las normas constitucionales que rigen nuestro sistema político y económico.

Los problemas fundamentales del país (como ocurre en el resto de Latinoamérica), son la desigualdad y la hiperconcentración de la riqueza, productos de la aplicación, casi sin matices, de políticas neoliberales que ponen como premisa fundamental la libertad económica individual, supeditando al conjunto de la vida social, y la inserción de un modelo primario-exportador en la economía globalizada, que no incentiva la competencia con productos más elaborados. El modelo está fuertemente blindado por la Constitución del 80 y sus modificaciones, que además de las trabas que obstaculizan su reforma, establece como pilares centrales la economía de mercado, la protección de la libertad de empresa, el derecho de propiedad y el rol subsidiario del Estado en la economía: “El Estado y sus organismos podrán desarrollar actividades empresariales o participar en ellas sólo si una ley de quórum calificado los autoriza”. (Constitución Política, Capítulo III, artículo 19, N° 21).

Como es sabido, este paradigma ha sido ampliamente permisivo, estimulando la mercantilización sobre derechos como la salud, la educación y la seguridad social, ensanchando la brecha entre los sectores privilegiados y los más vulnerables. Constituiría un paso extraordinariamente importante entonces que los sectores que permanezcan dispuestos a continuar con el proceso de reformas, que tanto respaldo ciudadano alcanzara hace tres años, y que fuera luego implacablemente impugnado tanto por algunos aliados como por la oposición, estuvieran dispuestos a impulsar el proyecto constitucional que la presidenta Bachelet tal vez ya no podrá llevar a cabo.

El país, más que nunca, requiere de un instrumento sólido como podría ser una Constitución auténticamente democrática, para salir de la crisis institucional y recuperar la senda del desarrollo, con mayor equidad. Desde nuestro punto de vista, se requiere un ordenamiento jurídico estrechamente identificado con el sistema republicano, que mantenga la autonomía del ámbito religioso, que establezca garantías respecto a la libertad de conciencia y la protección de los derechos humanos, en un diálogo tolerante y permanente con todas las concepciones filosóficas o ideológicas que, respetuosas de la democracia y el pluralismo, se encuentren presentes en la sociedad.

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