¿Qué le impide a Francisco asumir una actitud drástica en contra de los religiosos pederastas?

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Por Gonzalo Herrera

Definitivamente el papa Francisco no parece tener la voluntad de poner fin a los innumerables crímenes que miembros de su Iglesia —curas y monjas— han cometido —y no hay razones para pensar que no se sigan cometiendo— en contra de menores en muchos países del mundo. La reacción negativa que se ha venido manifestando en el país ante la visita de Francisco, demuestra la decepción que va cundiendo entre cientos de miles de personas que aún consideran al pontífice como un guía espiritual, ante la discordancia entre sus repetidas peticiones de perdón y la inexistencia de medidas concretas que, de manera ejemplarizadora, intenten poner fin a este brutal flagelo.

Lo que parece haber colmado el aguante de muchos católicos, entre ellos curas que el país conoce por su coherencia e integridad moral, que ponen en entredicho la sinceridad del pontífice, es la aparición del obispo Juan Barros oficiando la misa en el Parque O’Higgins —la más importante de esta visita— durante la mañana del martes. Como es sabido, Barros fue directo colaborador de Fernando Karadima en la parroquia de El Bosque, despojado de su ordenamiento sacerdotal y declarado culpable tanto por la justicia ordinaria como por la eclesiástica, y en esa condición Barros es inculpado por muchas de sus víctimas de haber participado de los abusos que allí se perpetraban. En 2015, Francisco lo nombró obispo de la diócesis de Osorno, en medio del repudio de la feligresía local.

Estas contradicciones han sido una constante en el comportamiento del papa actual. El año recién pasado redujo solapadamente  las sanciones a un grupo importante de curas pederastas, haciendo alusión a una “Iglesia misericordiosa”, lo que significó dejar sin castigo a los autores de uno de los delitos considerados más graves por la judicatura eclesial.

La prensa mundial hace tiempo ya que dejó de encubrir los crímenes del clero.  Las primeras reacciones, del Vaticano y de las diócesis comprometidas en este delito, fue contraatacar a los medios argumentando que se trataba de “acusaciones gratuitas”. Pero los hechos de abusos sexuales llegaron a ser tan masivos al interior de la Iglesia, y los escándalos tan desproporcionados, que no hubo otra opción que el reconocimiento de ellos. Francisco procedió entonces a exigir “tolerancia cero” hacia los curas violadores.

El caso más emblemático de denuncia a través de los medios es el del diario The Boston Globe, hecho que diera a conocer la película ganadora del Oscar Spotlight, revelando la vergonzosa protección del cardenal Bernard Law, arzobispo de Boston, quien tuvo que dimitir en 2002 ante la evidencia de haber encubierto uno de los mayores escándalos de pederastia de la Iglesia católica, entre los años 1984 y 2002. Después de su renuncia fue llevado a Roma, negándose desde entonces a prestar declaración ante los tribunales estadounidenses, protegido por la  acción de la diplomacia vaticana.

La participación de Francisco en este hecho consiste en que, a la muerte de Law, ocurrida hace un mes atrás, decidiera oficiar, personal aunque privadamente, la ceremonia religiosa en la mismísima Basílica de San Pedro. La bendición del ataúd “con incienso y agua bendita” ocasionó la ira de los familiares de los que entonces eran  niños, víctimas de los más de 200 curas pederastas de Boston.

Se dice que en los últimos quince años ochenta sacerdotes chilenos han sido acusados de graves abusos contra menores, muchos de ellos cometidos en supuestos lugares de protección a niños abandonados por la indigencia de sus padres.

¿Qué impide a Francisco a poner freno a estos abusos, más allá de sentidas declaraciones de perdón que ya a nadie convencen? Las comunidades de católicos deberían reflexionar sobre ello.

 

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