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AIRES NUEVOS

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Por Wilson Tapia

El presidente francés, Emmanuel Macron, vive momentos difíciles. Por primera vez desde que fue elevado a su cargo, el 14 de mayo de  2017, debió ceder ante la presión de “la calle”. Una situación a la que juró jamás se sometería. Sin embargo, el movimiento de los llamados “chalecos amarillos” lo obligó a echar pie atrás en un alza de impuestos a los combustibles. Los ciudadanos franceses no lo acompañaron en ésta, su faceta ambientalista. Millares de ellos salieron a las calles ataviados con los chalecos reflectantes que en Francia -al igual que en Chile- deben llevar los vehículos motorizados para que sus conductores los vistan en caso de algún desperfecto que los obligue a detenerse en la vía.

Las protestas no reconocían colores políticos, ni orientaciones ideológicas. Simplemente reflejaban la necesidad de decir NO ante lo que consideraban una medida abusiva. Y el malestar fue creciendo, hasta que Macron debió ceder. Sin embargo, los chalecos amarillos no parecen dispuestos a dejar las calles.  Al enojo por el alza de impuestos se suman hoy demandas en el ámbito laboral y otras exigencias que reflejan la inconformidad de una ciudadanía que no se siente interpretada.

Macron parece haber cometido un error propio del político inmaduro: creer que el apoyo logrado en la segunda vuelta de la elección presidencial le aseguraba un respaldo mayoritario incondicional. Olvidó que llegó hasta la primera magistratura gracias a que el electorado galo no quería que el cargo quedara en manos de la ultra derechista Marine Le Penn. No era ni su carisma, ni su programa, lo que le transformaba en el predilecto de los votantes, tampoco su paso por el socialismo.

Para algunos analistas, lo que está ocurriendo en Francia es el preludio de un movimiento mayor. ¿Otro mayo de 1968? Aunque las condiciones son diferentes, también hay malestar por el momento económico que se vive. Y hasta hay quienes aventuran la posibilidad del inicio de un movimiento que vaya aún más allá. Que logre crear alternativas que permitan superar una crisis que golpea directamente a las instituciones que han dado sustento al sistema democrático occidental. Lo que podría ser el embrión de una revolución que traiga ideas que permitan superar las inquietudes que complican severamente a la democracia a nivel global.

Sin embargo, parece prematuro avizorar pasos tan extremos.  Resulta claro que hoy no hay respuestas. No existen esquemas ideológicos que aporten planes y programas que muestren caminos alternativos a los que señala el neoliberalismo. Es posible que primero se llegue a la conclusión de que hay que volver a soluciones políticas que tengan un marcado acento social.  Que, sin dejar de lado la economía, no se sigan exclusivamente las vías marcadas por los tecnócratas. Las últimas tres décadas de globalización ya han dado muestras de lo que el mundo puede esperar.

En la actualidad, el 82% de la riqueza mundial se encuentra en manos del 1% de la población, según la ONG Oxfam. Con el agravante que los impuestos que corresponden a estas sumas multimillonarias son burlados, ya que se hallan depositadas en paraísos fiscales. Todo esto es el resultado de lo que Keynes llamaba el capitalismo rentista.  Dinero orientado a la especulación, más que a estimular la capacidad productiva.

Las respuestas políticas no parecen ser sólidas. Hay un resurgimiento fuerte de la derecha sustentada en postulados populistas. Basta mirar el mapa de América Latina para comprobar que, con la excepción de México, el electorado se ha volcado, en las últimas elecciones, hacia líderes conservadores o ultra conservadores. En América del Sur, sólo se apartan de tales definiciones Uruguay, Bolivia y Venezuela. En Europa, la derecha también ha avanzado. Sin embargo, hasta ahora no se han visto las soluciones que se reclaman. Y la orientación que emana desde Washington no parece contar con el fervor popular lejos de la frontera estadounidense. Pero eso puede ser una cuestión circunstancial, que asoma como respuesta a errores comunicacionales en que incurre el presidente Donald Trump.

Sin embargo, todo indicaría que rebeliones populares como la que se vive en Francia no amainan fácilmente con respuestas populistas. La historia indica que aventuras de este tipo a menudo han terminado en rebeliones mayores con sojuzgamientos muy dolorosos o en creaciones valóricas que sirvieron de base a revoluciones de largo alcance.

La realidad actual hace pensar en la necesidad de creaciones inéditas. Las propuestas conservadoras se conocen de sobra, porque son las mismas del pasado adecuadas a las nuevas exigencias tecnológicas. Pero la izquierda, prácticamente, ha desaparecido  como expositora de soluciones en el escenario político. En ese sector parece haber sonado una alarma que llama a un “sálvese quien pueda”. Un claro ejemplo de ello es lo que sucede en Chile. Partidos que formaron coaliciones gobernantes en varias administraciones, hoy se encuentran prácticamente desconectados.

No es una novedad. Desde hace algunas décadas, el socialismo comenzó a arriar sus banderas tradicionales. Lo hizo en aras de una modernidad que lo llevó a la cercanía de -o a abrazar directamente- las directrices dibujadas por el neoliberalismo.

Los aires nuevos que comienzan a soplar no presagian tiempos calmos. Pueden desembocar en tormentas o mantenerse en brisas incómodas.  Brisas que irán exigiendo cada vez respuestas menos egoístas. Cuestión que no será fácil de satisfacer en un mundo en que el individualismo campea hoy sin barreras.

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