¿Pueden o quieren los ricos salvar el mundo?

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bonifacePor Pascal Boniface

Hace unas semanas, un cohete de la compañía Space X llevó a dos astronautas estadounidenses hasta la Estación Espacial Internacional. De modo casi simultáneo, Bill Gates entregaba un cheque multimillonario a la Organización Mundial de la Salud (OMS) para compensar la retirada anunciada por Donald Trump de la contribución de Estados Unidos a esa entidad. Hace algo más, Mark Zuckerberg, propietario de Facebook, anunció el deseo de lanzar su criptomoneda, libra, una divisa virtual que permitiría a los consumidores hacer compras digitales con un menor coste. ¿Qué tienen en común esos tres hechos?

En todos ellos, se trata de multimillonarios que han hecho fortuna con lo digital y que aparecen para cumplir funciones tradicionalmente estatales. La conquista del espacio constituye normalmente una iniciativa de los estados. Ahora bien, es Elon Musk quien ha acudido al auxilio de la NASA. De igual modo, suelen ser los estados los que realizan aportaciones a las organizaciones internacionales. Sin embargo, tras la retirada de la contribución estatal por parte de Estados Unidos, ha surgido Bill Gates para suplir a través de su fundación ese incumplimiento. Por último, la acuñación de moneda es por definición una competencia estatal y por esa razón su falsificación ha sido históricamente combatida con vigor por los estados.

La fortuna de Jeff Bezos, dueño de Amazon, se incrementó en el curso de la crisis de la Covid-19 en 25.000 millones de dólares, es decir, más o menos como el PIB de Honduras. Su fortuna se eleva ya a 150.000 millones de dólares, el equivalente al PIB de Hungría; y se calcula que podría llegar rápidamente al billón de dólares. Cada vez resulta más difícil encontrar sentido y significado a esas fortunas descomunales. La cifra de negocios de Facebook equivale al PIB del Líbano, es decir, 56.000 millones de dólares; la de Alibaba, 48.000 millones de dólares, es comparable al PIB de la República Democrática del Congo, que es sin duda un país pobre, pero también al de Azerbaiyán, que es un país petrolero. Facebook reúne a 2.600 millones de usuarios, es decir, casi tantos como la población de China y la India juntas. Alibaba tiene 650 millones de clientes, lo que haría de esa compañía el tercer país del mundo en términos demográficos.

La creciente importancia de esos multimillonarios caprichosos resulta problemática, porque plantea la cuestión de saber quién los controla.

Donald Trump debe rendir cuentas a los electores estadounidenses. Incluso en los países autoritarios, los di­rigentes deben rendir cuentas a sus ciudadanos; incluso en China, donde se ha respon­sabilizado a Xi Jinping de su política en la lucha contra la Covid-19.

Los multimillonarios no ­tienen que rendir cuentas a nadie, salvo a sí mismos o eventualmente a sus familias; de modo que emplean su ­fortuna para fines personales como mejor les parece. El ­peligro de esa importancia creciente es que, sin ningún control sobre su actividad, al tiempo que se combate para hacer progresar la demo­cracia, se está creando una oligarquía de multimillonarios a escala mundial capaces de hacer lo que quieran. Quizá obren en servicio de todos, como hace Bill Gates cuando financia la OMS, o de manera puramente egoísta, como hace Elon Musk, que quiere ir a habitar Marte con un millón de personas para protegerse de las guerras o de la desaparición de los recursos terrestres.

Esa oligarquía se vería emancipada así de las masas anónimas que no tendrían derecho a la palabra y quedarían sometidas a la buena voluntad y la generosidad, a veces interesada, de los agentes oligárquicos.

El problema es que se antepone la caridad a la equidad. Ahora bien, el papel de los estados es asegurar la equidad y de interesarse por el conjunto de los ciudadanos; y, cuando eso no ocurre, los ciudadanos disponen de medios para hacerse escuchar. Sin embargo, un multimillonario practica la caridad si le parece bien y si no le parece bien hace lo que quiere. Si no existe un control por parte de las sociedades civiles y los estados, se corre el riesgo de que esa oligarquía acabe imponiéndose y decidiendo nuestro destino, sobre el que no tendremos control alguno. Lo que hemos ganado en democracia en el plano de los estados, lo perderemos ante agentes no estatales igual de importantes pero sobre los cuales no ejerceremos ningún control.

Publicado en LA VANGUARDIA  26 de junio de 2020

Pascal Boniface es dr. Inst. de Rel. Internacionales y Estratégicas, París

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