Un nuevo mundo

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CastellsPor Manuel Castells

Contemplando las fantasmagóricas imágenes de San Francisco envuelto en una espesa niebla naranja de los múltiples incendios que hicieron el aire irrespirable, acudió a las mentes de muchos una vivencia de apocalipsis. Porque los científicos han establecido que esta catástrofe, como muchas otras, está ligada a un cambio climático que sigue su marcha inexorable.

 

En un contexto de muerte y desolación por una pandemia que en Estados Unidos ya ha matado a 203.000 personas, en España a más de 30.000 y en el mundo a un millón. Referencias bíblicas al fin del mundo surcan las redes sembrando pánico y poniendo en cuestión la convivencia. No es, obviamente, el fin del mundo. Pero sí el del mundo en el que habíamos vivido hasta ahora. Que es el único que podemos imaginar. Sin embargo, el nuevo mundo que está surgiendo, una vez superada la pandemia, no será necesariamente peor. Incluso puede ser más humano y más sostenible. Todo depende de lo que hagamos como especie y en cada país porque nuestra interdependencia nos obliga a unirnos frente a las tendencias autodestructivas que surgen por doquier.

Algunos de los rasgos de este mundo emergente estaban ya inscritos en las dinámicas transformadoras de la tecnología y de la sociedad, pero la pandemia y su gestión los han acelerado. Tal es el caso de la digitali­zación de nuestras actividades y de nuestra organización social, sin que ello nos anule como seres conscientes y emocionales. El ­teletrabajo ha venido para quedarse, con lo que ello quiere decir de nuevos tipos de re­laciones laborales, de protección de los traba­jadores, de formas de vida familiar y de tipos de vivienda, incluida la tendencia ­creciente a descentralizar la residencia a áreas hoy despobladas que pueden recobrar su ­vitalidad. El aprendizaje forzoso de la tele­enseñanza puede introducir un sistema ­híbrido en el que la presencialidad, nece­saria sobre todo en edades tempranas, se combine con las posibilidades ofrecidas por la vir­tualidad.

Por otro lado, lo público aparece como algo esencial como línea de defensa de la vida a través de un sistema sanitario cuya importancia nadie volverá a poner en cuestión so pena de recibir un varapalo político. O el empleo, cuya transición a una situación poscrisis, que aún tardará al menos dos años según la OCDE, requerirá la continuación de una cobertura de los gobiernos. Que exigirá una nueva fiscalidad, centrada menos en las disminuidas rentas y enfocada a la tributación de empresas globales que apenas pagan ­impuestos y a las transacciones de los mercados financieros donde se acumula la riqueza. Lo cual exigirá una coordinación de políticas fiscales, que en nuestro contexto quiere decir profundización de la Unión Europea. Sin fiscalidad común y sin más recursos obtenidos con nuevas estrategias fiscales no será posible mantener los fondos de solidaridad intraeuropea.

Asimismo, las políticas contra el cambio climático, cuya urgencia se está mani­festando en catástrofes recurrentes, dependen de la investigación científica y la innovación empresarial en nuevas fuentes energéticas, tales como la línea del hidrógeno verde, en el que Francia, Alemania y también España ­están invirtiendo. Con impactos directos en la viabilidad de los medios de transporte, por ejemplo el aéreo, sin lo cual las actuales lí­neas aéreas sufrirán una crisis aún más ­profunda que la derivada de la restricción de viajes ­inevitable en el corto plazo.

La transición a este nuevo mundo se enfrenta a incógnitas fundamentales que pueden derivar en crisis dramáticas en la sociedad y en la política. A corto plazo, la crisis del empleo, y por tanto del consumo, del que depende el 70% del crecimiento económico, puede transformarse en desesperación social cuando se vayan agotando los recursos públicos y las empresas todavía no dispongan de capital o de mercados. Una situación de paro masivo sin cobertura social es el caldo de cultivo para la desesperación y la ruptura del orden social. Tanto más grave cuanto que se combina con la crisis de legitimidad política que llevamos arrastrando desde hace mucho tiempo. Los ciudadanos, en el mundo en general, confían cada vez menos en los políticos y en las instituciones democráticas. Creen en la democracia pero no en la democracia que viven. Y las luchas políticas fratricidas en esta situación aceleran tendencias destructivas caracterizadas por la demagogia y la incapacidad de unirse ante los problemas comunes.

La búsqueda de chivos expiatorios degenera en xenofobia, racismo y violencia machista. El tejido social se desintegra, limitándose a la familia como unidad de resistencia. La reinvención de las formas de relación y de la política se convierte en horizonte inexcusable de la supervivencia, como requisito previo a la transición ecológica y tecnológica y económica. Y, en fin, la capacidad de China, o Corea, o Japón, para gestionar la pandemia, a pesar de que fueron los primeros en sufrirla, altera el marco geopolítico, cuando se contrasta con el desastroso manejo de Estados Unidos, que se revela como el gigante de pies de barro cuando los portaaviones nucleares se reducen a chatarra. Urge, por tanto, un realineamiento de la coexistencia entre países aceptando el hecho de que el llamado Occidente es solo una parte, y no la más importante, del concierto mundial.

Emerge un nuevo mundo. Y será según seamos capaces de configurarlo como proyecto colectivo de una nueva humanidad.

 

Publicado en LA VANGUARDIA   3 de octubre de 2020

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