LOVECRAFT POR HOUELLEBECQ

Confieso no haber leído jamás a Lovecraft. Y eso que puedo decir, orgullosamente, que he sido y sigo siendo un asiduo lector de obras de terror. Muchas veces he sostenido  –a medias en broma a medias en serio–  que, cuando termina un semestre de clases universitarias, entre las lecturas que me ocupan en esos días un poco más liberados me procuro una buena novela de suspenso y horror que me sirva “para descansar” después de los tenebrosos días que me ha tocado vivir (no por las clases mismas ni el contacto con mis estudiantes, que son un gozo ciertamente, sino sobre todo por las generalmente superfluas y cargantes exigencias administrativas y burocráticas aledañas a la actividad docente).

He leído, por supuesto a los clásicos: Poe, Bierce, Stoker, Mary Shelley.  Y me gustan mucho, también, los autores que pertenecen a esa área de la literatura que algunos respingones pedantes y pomposos llaman “literatura popular”, “subliteratura” o “literatura poco seria”, pero que a mí me atrae, me distrae y me entretiene y que, por ello, considero una experiencia valiosa: entre otros, Stephen King, Clive Barker, Dan Simmons, Dean Koontz, James Herbert, John Saul, John Connolly…

Pero, como digo, nunca he leído a Lovecraft.  Si me preguntaran por qué, no sabría qué responder.  Porque oportunidades de leerlo me han sobrado.  Muchos de mis estudiantes, asiduos al género terror, me han manifestado su devoción por este autor.  Alternan su predilección entre Lovecraft y King.  Aun así, yo –que he leído prácticamente todas las novelas de Stephen King– no he dado todavía el paso para adentrarme, curioso, en las páginas escritas por H.P. L.

Y ahora me encuentro con que otro de mis autores preferidos –de escritos intensos, también, y estremecedores, pero en otra línea de ficción salvaje–, el francés Michel Houellebecq, escribe unas páginas magistrales sobre este maestro del horror cósmico:  H.P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida (Anagrama, 2021). Y el libro viene, además, con una introducción de Stephen King.

Es un ensayo temprano, escrito según el propio autor como una especie de novela con un solo personaje, y donde nos habla de la vida y la literatura de HPL.

De su existencia reducida al mínimo: era un hombre discreto, reservado, inexpresivo de emociones (“todas sus fuerzas vivas se transfirieron a la literatura”), conservador, reaccionario, enemigo del progreso, sin ningún talento comercial (“aunque nunca se hundió en la miseria, tuvo apuros económicos toda su vida”), harto de la humanidad y del mundo, asqueado de la vida (“tuvo siempre a mano, durante varios años, una botellita de cianuro”).

De su mundo literario, plagado de enigmas aterradores, del que surgió una mitología popular, impresionante, vivaz e irresistible y que permitió a este genio del horror conseguir sortear a la perfección el reto de todo escritor de literatura fantástica: transformar las percepciones ordinarias de la vida en fuente inagotable de pesadillas.  “La obra de Lovecraft es comparable a una gigantesca máquina de sueños, de una amplitud y una eficacia inauditas. No hay nada tranquilo o reservado en su literatura; el impacto en la conciencia del lector es de una brutalidad salvaje, espantosa; y solo se desvanece con peligrosa lentitud”.

Hoy Lovecraft (1890 – 1937) detestaría todavía más nuestra época. Aborrecedor del cambio en sí, no soportaría vivir en un mundo en que las transformaciones vertiginosas a todo nivel son su esencial característica.  Midiéndose actualmente el valor de un ser humano por su eficacia económica y su potencial erótico –el sexo y el dinero era lo que más repugnancia, odio y rechazo le producían– HPL andaría dando tumbos como un inadaptado.  Sus fobias raciales lo pondrían en verdadero aprieto ante los cultores de las condenas fáciles en las redes sociales.  Sin embargo, su gran legado –su obra narrativa– no se olvida y cada día se acumulan más sus fans y sus discípulos. A su extraordinario poder creador de universos sobrecogedores, a su capacidad visionaria para descubrirnos el tejido cósmico del mal, es a lo que rinde homenaje Houellebecq en este ensayo.

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