Homero y la Compasión

Ricardo López Pérez

Ricardo López Pérez

En el canto final de la Ilíada se encuentra una de las más antiguas y memorables representaciones de la compasión. Un caso particular en el que adquiere sentido el dolor del otro, en el que se sufre con el sufrimiento ajeno.

Homero narra numerosos enfrentamientos en el contexto de un largo asedio por espacio de diez años. Los griegos han llegado en más de mil barcos con el propósito de someter la ciudad de Troya. Una batalla extensa, que como tantas otras contiene todo tipo de atropellos, violencia y crueldad; y en donde aparece lo peor de los seres humanos. Gracias a este poeta errante sabemos de las hazañas y miserias de griegos y troyanos. Unos triunfantes, otros derrotados.

Al final, la historia podría haber concluido simplemente con un recuento de los caídos, y un homenaje para los vencedores. ¿Quién se hubiese sorprendido? Eso es lo habitual, pero en este caso no fue así. Parte de la grandeza de Homero consiste en que decidió culminar su relato con un final distinto, fuera de lo esperado, destacando el triunfo de la compasión por sobre el rencor, la venganza y la crueldad.

Príamo, rey de Troya, traspasa los controles del campamento griego, e ingresa a la carpa de Aquiles. Ha sido ayudado por Hermes, respondiendo a un encargo del mismo Zeus (XXIV, 460-61). Su propósito es ofrecer un rescate por el cadáver de su hijo Héctor. Ha venido a solicitar, pero está dispuesto a suplicar si es necesario.

El primero, un anciano cansado y derrotado; el segundo, un guerrero formidable y victorioso, hijo de la Diosa Tetis y el mortal Peleo. Nada le debe Aquiles al viejo rey. De cualquier modo es su enemigo y, sin embargo, lo recibe con respeto, prestando atención a sus ruegos. Príamo se arrodilla, toma sus manos y las besa: esas “manos terribles y homicidas” (XXIV, 478). Se descubre completamente, ya nada tiene que aparentar: “Mi desdicha es completa: he engendrado los mejores hijos de la ancha Troya, y de ellos afirmo que ninguno me queda” (XXIV, 493-95).

Aquiles sale de sí mismo y se proyecta en otra dimensión; se sitúa en un plano de igualdad que difícilmente podríamos haber anticipado. Príamo se ha humillado frente al responsable de la muerte de su hijo, pero de pronto se encuentran en una relación simétrica. Las diferencias entre vencedor y vencido se han desvanecido.

El gran guerrero, el más fuerte y valiente, el más rápido, a ratos cruel y despiadado, está conmovido: “¡Desdichado! ¡Cuántas desgracias ha soportado tu corazón!” (XXIV, 513).

Aquiles ha dado muerte a Héctor en un enfrentamiento feroz, después de que este matara a su compañero Patroclo. Dominado por la ira, el triunfante Aquiles amarra el cuerpo sin vida de Héctor y lo lleva al campamento. Durante los días siguientes, sin consuelo posible, sube al carro cada mañana y arrastra el cadáver alrededor de la tumba de su amigo (XXIV, 12-25).

Ese es el contexto inmediato, en medio de la guerra. Aun así, ambos hombres se reconocen en el dolor, y derraman lágrimas genuinas. Lloran sin disimulo en un pasaje de gran intensidad (XXIV, 509). Preparan una especie de banquete fúnebre, comparten la comida y beben, mientras las criadas bañan y ungen el cadáver (XXIV, 582-85). Aquiles consagra el acuerdo: “Ya está liberado tu hijo, anciano, como solicitabas; yace en un lecho. Al despuntar la aurora, tú mismo lo verás cuando te lo lleves” (XXIV, 599-601).

Inmediatamente después Aquiles cierra la escena con un gesto de consideración: “Mas, dime también y responde puntualmente y con detalle: ¿Cuantos días deseas para tributar exequias al divino Héctor? Estoy dispuesto a aguantar ese tiempo y a contener a la hueste” (XXIV, 656-58).
Por encima del odio se han encontrado dos seres humanos. Una expresión singular del humanismo griego.

Una de las herencias del mundo griego, no siempre reconocida, nos enseña que la piedad, la tolerancia y la compasión, deben fundarse sobre una comprensión de las debilidades comunes de los seres humanos. Sobre el sentimiento de finitud de cada uno de nosotros. Por cierto, todo esto mucho antes del cristianismo.

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