Consecuencias de una debilitada formación educativa

Por Rubén Farías Chacón

Conocidos los resultados del pasado plebiscito, (04/09/2022) que decidía si se aceptaba o no la propuesta del texto constitucional preparado después de un año de trabajo por la Convención Constituyente, (CC), su final fue incuestionable: venció el rechazo en un porcentaje significativo, (62%) por sobre el apruebo (38%).

 Informados oficialmente tales porcentajes, sobrevino todo tipo de explicaciones para tratar de comprender las razones de dicho desenlace. Es así como se ha llegado a concluir lo ya sabido: quienes ganaron, la oposición, atribuyeron el resultado a las deficiencias del gobierno y a la responsabilidad de la misma CC, y quienes perdieron, el oficialismo, adjudican el negativo porcentaje obtenido a la permanente intencionalidad de la oposición de no haber aceptado, desde un comienzo, ninguna posibilidad de cambio constitucional.

En ambos casos, lo ocurrido y sus explicaciones “no explicadas” se expresan en el lenguaje que no debiera ser propio de lo político, pero que una vez más se reitera, es decir, responsabilizando a los otros, pero justificándose a sí mismo.

De acuerdo con esta forma de pensar, opositores y oficialistas, casi deliberadamente atribuyen, como origen del desenlace electoral y sus efectos, solo a la diferencia porcentual que hubo. Se desconoce, en cambio, que en la vida nada sucede de acuerdo a la intervención de un solo agente causal, sino que existe una multicausalidad de circunstancias y de obligaciones cuyo cumplimiento o no, determinan la ocurrencia de los hechos a través de una dimensión sistémica de los mismos .

Lo que sucede es que cada vez que estas situaciones acontecen, se demuestran los efectos que ha tenido una formación educativa carente de las bases valóricas mínimas que limitan —a quienes deben decidir acerca de problemas de la organización social— las posibilidades de saber de qué se trata, leer y entender las diferentes materias publicadas al respecto, analizar sus ideas y comprenderlas en cuanto a lo que su contenido representa en la vida de cada cual. De este modo, toda persona estará en condiciones de saber juzgar en conciencia la orientación de su decisión. Se requiere, por consiguiente, entender que las exigencias de optimizar la calidad de las formulaciones de políticas públicas sectoriales, no son solo un problema de procedimientos administrativo en cuanto a su tramitación y deseable aprobación para su posterior aplicación.

Es fundamental también que, además, se destaque la exaltación de una rigurosa e ineludible formación ética de principios, valores y virtudes como símbolos propios de una cultura de respeto a las diversidades de la naturaleza humana y en el marco de lo que significa su presentación respecto del problema técnico definido. Es obvio, que esto debe ser oportunamente bien enseñado tanto en lo teórico como en la práctica de la realidad de toda convivencia social y que toda persona debe demostrar como niveles de calidad de sus propios aprendizajes obtenidos.

En esta materia, lo interesante es saber que la política —como un área del conocimiento que estudia ideas y visiones de mundo orientadas a promover y fortalecer las posibilidades organizativas más ventajosas que permitan mejorar sustancialmente las condiciones de vida de una sociedad— tiene como fin la búsqueda de una cada vez mejor forma para saber cómo vivir y convivir bien . En tal propósito, se plantean las soluciones de problemas a partir de las propuestas que surgen de las ideas presentadas a la comunidad. El acuerdo, que democráticamente se adopte, encontrará la solución a las inquietantes dificultades que reviste la exigencia de generar las bases de un razonable y equilibrado proceso de desarrollo social.

Actuar políticamente supone un acto personal de comprensión de una realidad que, ante los problemas existentes que afectan la convivencia social en sus variadas formas de conflictividad, se debe saber intervenir con el fin de aportar las soluciones más pertinentes que se logren. Es por esto que, cuando se es elegido, o designado para desempeñarse en una determinada función pública, se debe exigir también, responsabilidad y ausencia de prejuicios que pudieran entorpecer los compromisos a cumplir. Significa también ser imparcial en las opiniones y decisiones que se adopten, evitando mantener y/o generar privilegios hacia algunos en desmedro de otros.

De no ser así, domina entonces la injusticia, al desconocerse deliberadamente que la organización social debe basarse en decisiones democráticas de distribución de los recursos. Por consiguiente, se trata de comprender el interés público general y no intentar siempre de favorecer lo privado. Esto último, por cierto, también ha de ser regulado por las normas legales vigentes y cuya práctica no debe ser motivo de iniquidades, pues, de serlo, una vez más se retrocede en la visión del desarrollo social con el consiguiente daño moral a la justa y equitativa visión que supone la satisfacción de las necesidades humanas sin discriminación alguna.
El compromiso de intervenir en el ejercicio de una determinada función pública, no permite que, éticamente, decisiones nepóticas se impongan por sobre la demostración de méritos. Estos deben ser considerados al momento de seleccionar al postulante cuya idoneidad se busca. De igual modo, el mérito —disociado del objetivo buscado— no justifica que la persona deba aceptar responsabilidades para las cuales no está profesionalmente bien preparada, pero, si lo logra por el solo hecho de mantener una determinada afinidad socio-ideológica, de amistad, parentesco o de otro tipo con quien o quienes aprueban o no la postulación, es ya un problema ético. En ambos casos, las consecuencias perjudican la buena calidad de una gestión administrativa y/o técnica que una determinada condición laboral demande, salvo la excepcionalidad que también existe en situaciones como estas.

 Se puede concluir que lo anteriormente explicado —y como a menudo ocurre— gran parte de todos los problemas sociales en general, por no decir que, en realidad, todos, tiene su origen en los niveles que representa una disminuida calidad educativa con los que las últimas generaciones a través del tiempo se han ido formando.

No se pretende con este argumento —como pudiera pensarse—, insistir en un aparente simplismo retórico, al concebir que estas deficiencias cualitativas de la educación sean las únicas responsables de los males sociales. Esta misma afirmación tiene, por su parte, otro origen, pero esta vez asociado directamente a los estilos de sistemas políticos de gobierno, de cuyas carencias de fundamentos meritorios, podría comprenderse también, el motivo de semejante realidad.

La inexistencia de valores éticos fundamentales, siempre influirán en la formación de generaciones que, como en la actualidad, muchas de ellas se constituyen en movimientos anómicos, cuya existencia y eventual desarrollo es el resultado de la ausencia de una orientación formativa que valóricamente explique la armonía de toda convivencia social, o bien, si existe, su sistemática violación genera caos, violencia e incertidumbre. El equilibrio social no se logrará si persisten intencionalidades personales de menoscabar la dignidad de quienes piensan diferente. Esto señala claramente que actitudes corruptas, xenófobas, prejuiciosas, clasistas, racistas, etc. no compatibilizan, en absoluto, con el deseable sentido democrático, tolerante y justo de procesos educativos integrales de cuya aplicación se logre adecuados niveles de participación y mejores formas de organización en su proyección de futuro. Sin embargo, y como bien se sabe, la educación pública se ha debilitado mucho. Sus responsables —que no son solo los profesores, como a menudo se cree— ejercen sus labores a mucha distancia de las preocupaciones de los gobiernos. Sus dignidades profesionales y personales se han menoscabado económicamente desde hace ya muchas décadas sin que se vislumbre en el futuro un cambio radical de esta situación.

Mantener este injusto escenario, significa no entender que se perjudica gravemente al pedagogo, profesionales y técnicos involucrados en el sector, a los estudiantes y sus familias y a toda la sociedad. Cuando las autoridades no comprenden la importancia estratégica de una buena formación integral en el devenir sociocultural y su desarrollo, la sociedad misma resiente sus efectos en el mediano y largo plazo. Esto se agrava más aún, si a través de los tiempos intergeneracionales no se advierte, oportunamente, la puesta en marcha de una política actualizada de educación pública, de responsabilidades compartidas intersectorialmente y con una visión sistémica del desarrollo nacional. Para ello se debe demostrar una especial consideración en relación con algunos de los siguientes aspectos:

• redignificar al profesional pedagogo al más alto nivel de reconocimiento económico, compatibilizando sus capacidades y preparación con los requerimientos de calidad educativa que la sociedad requiere;
• identificar, en el marco de las diversidades existentes, que la cultura chilena se fortalezca a partir de su propia historia, como parte de los aspectos comunes que nos relaciona con otras culturas, pero sin perder el grado de autonomía que ello supone respeto de lo foráneo;
• superar urgentemente la crisis de aprendizaje y comprensión existente;
• reflexionar acerca de la importancia de la educación inclusiva y cívica y, en ambos casos, valorando sus enfoques, sus métodos, sus valores;
• explicar bien las políticas educativas en el contexto de entender la cultura como un derecho y el cambio como un fundamento ineludible del desarrollo social y natural, etc.

Pero, ¿cómo lograr este propósito, si nuestra cultura se ha ido formando basándose en comportamientos surgidos de creencias que han apreciado más los antivalores que la relación de una forma de convivir racional y tolerante ante la diversidad?

Si lo anterior no es urgentemente resuelto en cuanto a la aplicación del marco jurídico que ello requiere, superando en un tiempo breve las dificultades administrativas que la legislación sobre esta materia exige, el pueblo continuará en mediocres niveles formativos, desvirtuándose el sentido de calidad decisional que de él se espera en la consecución del progreso democrático de futuro al que se aspira.

Este es el desafío que debe enfrentarse pensando en el bien superior del país y su devenir.

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